Por Margarita Hernández Martínez
Más allá de las alusiones a la orden franciscana –que convierten la pintura y la piedra en teología viva–, el Museo Virreinal de Zinacantepec (16 de septiembre s/n, Barrio de San Miguel) esboza un magnífico itinerario por la Conquista de México, desde el enfoque militar hasta la perspectiva espiritual. Para ello, destina su primera sala al despliegue de una colección de armaduras que, entre lanzas, hachas y espadas, dispara la imaginación: la disposición de las piezas y la solidez de sus materiales rememoran el asombro de las comunidades invadidas; convocan la súbita violencia entre los guerreros indígenas –depositarios del soleado poderío de los animales sagrados– y las tropas ibéricas –vigorosa encarnación de dioses ambiguos–. De manera contrapuesta, en el fondo del recinto, una estrecha escalera de altos ventanales alberga –y, paralelamente, desvela– un imponente grupo de sangrientas crucifixiones, en las cuales se traduce el auténtico sustrato del yugo español: la evangelización.
Complementadas con decenas de óleos del amplio periodo entre los siglos XVI y XIX, estas figuras crísticas simbolizan la interpretación local de una fe con aspiraciones universales. Así, los rasgos corporales europeos –la piel blanca, los ojos claros, la barba abundante– se transforman ante el baño de sangre característico de las religiones autóctonas, para las cuales significa el flujo de la vida; el sustento esencial de las divinidades; la paradójica fecundidad del desamparo humano. Impregnadas de un sentido sacrificial, estas representaciones de madera tallada –que aún podrían colgar sobre el altar de centenares de iglesias mexicanas– entretejen a Jesús con Quetzalcóatl, al intenso dolor físico con la sobrecogedora elevación espiritual. De este modo, trascendentes a cualquier concepto de agresiva profanación, estas esculturas demuestran los efectos del sincretismo virreinal, a caballo entre las convergencias propias de la condición humana y los voraces forcejeos entre dos sistemas sociales, políticos, estéticos y culturales radicalmente distintos.
Una vez superada la escalera, un largo pasillo ambulatorio se abre ante la luz y el aire de otras épocas; ante la altura que también recuerda castillos y fortalezas medievales. Distribuidas a la izquierda y la derecha, las silenciosas celdas monacales –apenas cal, lana y dinteles de madera– se transfiguran en una reveladora secuencia de salas museográficas en las que la austeridad inherente a estos espacios –que reproducen alcobas, oratorios, confesionarios, pequeñas bibliotecas– se contrapone con la riqueza de la decoración. La delicada grisura de las paredes y columnas acoge rostros angélicos, imágenes de santos y grandes patrones vegetales que, en las habitaciones importantes, alcanzan un grado de abstracción que evoca la fina lacería de la Alhambra, espléndida ciudad granadina en la que el fulgor de la cultura hispanoárabe –surgida, igualmente, tras cruentas batallas, desencuentros espirituales y ávidos mestizajes– convive con un convento franciscano que, siglos antes, funcionó como palacio nazarí.
No obstante, los hermosos colores originales –pues los frescos aún conservan trazos amarillos, verdes y rojos– se han deteriorado debido a las filtraciones de agua, inevitables –e incalculables– en un edificio tan antiguo. Por estas razones, el Museo Virreinal cerró sus puertas entre septiembre de 2007 y diciembre de 2008. Así, gracias a un convenio entre el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Mexiquense de Cultura y otras organizaciones privadas –como la Fundación Alfredo Harp Helú, la cual se encargó parcialmente del financiamiento–, pasó por una remodelación profunda, que no sólo contribuyó a recuperar su aspecto primigenio: también favoreció la protección de su patrimonio.
Las labores de mantenimiento se desarrollaron en tres etapas centrales. En primer término, fue necesario restituir los tejados y las vigas, gravemente afectados por la lluvia y el viento. Para respetar la atmósfera arcaica del Museo, los restauradores emplearon técnicas propias de la Edad Media, resultado de varias décadas de investigación. En consecuencia, tras una cuidadosa labor de albañilería, recobró la estructura típica de los edificios del siglo XVI. En segundo término, la madera del convento –desde el mobiliario hasta los postigos– recibió un tratamiento de fumigación y limpieza, para la cual se utilizaron elementos naturales, como recubrimientos de linaza y cera de abeja.
De manera paralela, estas reformas se tradujeron en el replanteamiento del guión museográfico, cuya mayor innovación radica en la confección de muebles específicos para alojar algunas piezas del acervo. Éstos se diseñaron según el estilo sobrio que predomina en el resto de la construcción, con el objetivo de no anular el brillo de las obras y no competir con los detalles de los pisos y los muros. Por último, la cantera de los exteriores pasó por un meticuloso proceso de limpieza, también centrado en el empleo de métodos tradicionales; por lo tanto, involucró la intervención con cepillos de alambre y raíz, seguida de la aplicación de selladores naturales.
Si bien estas renovaciones han seguido una trayectoria eminentemente artesanal, no ocurrirá lo mismo con el próximo proyecto del Museo Virreinal, pues contempla –según afirma Alfonso Sandoval, director de este espacio– una nueva instalación de luz para las salas. Mientras tanto, continúa invitando a sus visitantes a formular un discurso personal y reflexivo alrededor de la Conquista y la Colonia, capaz de poner en movimiento el luminoso basamento de la cultura mexicana, cada vez más lejano debido a las evidentes deficiencias de nuestra educación. Con este propósito, permanece abierto de martes a sábado, de 10:00 a 18:00 horas, y los domingos, de 10:00 a 15:00 horas.
* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de noviembre.
Más allá de las alusiones a la orden franciscana –que convierten la pintura y la piedra en teología viva–, el Museo Virreinal de Zinacantepec (16 de septiembre s/n, Barrio de San Miguel) esboza un magnífico itinerario por la Conquista de México, desde el enfoque militar hasta la perspectiva espiritual. Para ello, destina su primera sala al despliegue de una colección de armaduras que, entre lanzas, hachas y espadas, dispara la imaginación: la disposición de las piezas y la solidez de sus materiales rememoran el asombro de las comunidades invadidas; convocan la súbita violencia entre los guerreros indígenas –depositarios del soleado poderío de los animales sagrados– y las tropas ibéricas –vigorosa encarnación de dioses ambiguos–. De manera contrapuesta, en el fondo del recinto, una estrecha escalera de altos ventanales alberga –y, paralelamente, desvela– un imponente grupo de sangrientas crucifixiones, en las cuales se traduce el auténtico sustrato del yugo español: la evangelización.
Complementadas con decenas de óleos del amplio periodo entre los siglos XVI y XIX, estas figuras crísticas simbolizan la interpretación local de una fe con aspiraciones universales. Así, los rasgos corporales europeos –la piel blanca, los ojos claros, la barba abundante– se transforman ante el baño de sangre característico de las religiones autóctonas, para las cuales significa el flujo de la vida; el sustento esencial de las divinidades; la paradójica fecundidad del desamparo humano. Impregnadas de un sentido sacrificial, estas representaciones de madera tallada –que aún podrían colgar sobre el altar de centenares de iglesias mexicanas– entretejen a Jesús con Quetzalcóatl, al intenso dolor físico con la sobrecogedora elevación espiritual. De este modo, trascendentes a cualquier concepto de agresiva profanación, estas esculturas demuestran los efectos del sincretismo virreinal, a caballo entre las convergencias propias de la condición humana y los voraces forcejeos entre dos sistemas sociales, políticos, estéticos y culturales radicalmente distintos.
Una vez superada la escalera, un largo pasillo ambulatorio se abre ante la luz y el aire de otras épocas; ante la altura que también recuerda castillos y fortalezas medievales. Distribuidas a la izquierda y la derecha, las silenciosas celdas monacales –apenas cal, lana y dinteles de madera– se transfiguran en una reveladora secuencia de salas museográficas en las que la austeridad inherente a estos espacios –que reproducen alcobas, oratorios, confesionarios, pequeñas bibliotecas– se contrapone con la riqueza de la decoración. La delicada grisura de las paredes y columnas acoge rostros angélicos, imágenes de santos y grandes patrones vegetales que, en las habitaciones importantes, alcanzan un grado de abstracción que evoca la fina lacería de la Alhambra, espléndida ciudad granadina en la que el fulgor de la cultura hispanoárabe –surgida, igualmente, tras cruentas batallas, desencuentros espirituales y ávidos mestizajes– convive con un convento franciscano que, siglos antes, funcionó como palacio nazarí.
No obstante, los hermosos colores originales –pues los frescos aún conservan trazos amarillos, verdes y rojos– se han deteriorado debido a las filtraciones de agua, inevitables –e incalculables– en un edificio tan antiguo. Por estas razones, el Museo Virreinal cerró sus puertas entre septiembre de 2007 y diciembre de 2008. Así, gracias a un convenio entre el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Mexiquense de Cultura y otras organizaciones privadas –como la Fundación Alfredo Harp Helú, la cual se encargó parcialmente del financiamiento–, pasó por una remodelación profunda, que no sólo contribuyó a recuperar su aspecto primigenio: también favoreció la protección de su patrimonio.
Las labores de mantenimiento se desarrollaron en tres etapas centrales. En primer término, fue necesario restituir los tejados y las vigas, gravemente afectados por la lluvia y el viento. Para respetar la atmósfera arcaica del Museo, los restauradores emplearon técnicas propias de la Edad Media, resultado de varias décadas de investigación. En consecuencia, tras una cuidadosa labor de albañilería, recobró la estructura típica de los edificios del siglo XVI. En segundo término, la madera del convento –desde el mobiliario hasta los postigos– recibió un tratamiento de fumigación y limpieza, para la cual se utilizaron elementos naturales, como recubrimientos de linaza y cera de abeja.
De manera paralela, estas reformas se tradujeron en el replanteamiento del guión museográfico, cuya mayor innovación radica en la confección de muebles específicos para alojar algunas piezas del acervo. Éstos se diseñaron según el estilo sobrio que predomina en el resto de la construcción, con el objetivo de no anular el brillo de las obras y no competir con los detalles de los pisos y los muros. Por último, la cantera de los exteriores pasó por un meticuloso proceso de limpieza, también centrado en el empleo de métodos tradicionales; por lo tanto, involucró la intervención con cepillos de alambre y raíz, seguida de la aplicación de selladores naturales.
Si bien estas renovaciones han seguido una trayectoria eminentemente artesanal, no ocurrirá lo mismo con el próximo proyecto del Museo Virreinal, pues contempla –según afirma Alfonso Sandoval, director de este espacio– una nueva instalación de luz para las salas. Mientras tanto, continúa invitando a sus visitantes a formular un discurso personal y reflexivo alrededor de la Conquista y la Colonia, capaz de poner en movimiento el luminoso basamento de la cultura mexicana, cada vez más lejano debido a las evidentes deficiencias de nuestra educación. Con este propósito, permanece abierto de martes a sábado, de 10:00 a 18:00 horas, y los domingos, de 10:00 a 15:00 horas.
* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de noviembre.
1 comentario:
ahora con las remodelaciones iré de nuevo para ver que tal esta ahora el museo del virreinato.
pd. buena reseña del museo
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