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4 de octubre de 2010

La poesía de Miguel Hernández: un centenario en España


Por Margarita Hernández Martínez


Las palabras se desgranan con sugerente rapidez –“llegó con tres heridas”–; luego, se vuelven entre versos de imprevista claridad –“la del amor, / la de la muerte, / la de la vida”–. La carencia de adornos, sumada a la delicada desnudez de sus reiteraciones –“la de la vida, / la del amor, / la de la muerte”; “la de la vida, la de la muerte, la del amor”–, demuestran que la poesía proviene de un aliento elemental, de un instinto por reconciliar la trepidante fugacidad de la existencia con el anhelo de permanencia natural a la escritura. Por ello, un poema así –extraído de Cancionero y romancero de ausencias, el último libro de Miguel Hernández (Orihuela, 1910 - Alicante, 1942)–, surgido en una época tan difícil y contradictoria como la Guerra Civil Española, no se comprende ni se olvida fácilmente.

A cien años de distancia, la Fundación Cultural Miguel Hernández, el Ayuntamiento de Orihuela y otros organismos, entre ellos la Generalitat Valenciana, recuerdan el nacimiento de este renovador del lenguaje con una celebración nacional que incluye más de quinientas actividades y que, por momentos, hace palidecer a los festejos mexicanos asociados con el Bicentenario de la Independencia.

Si bien algunas de ellas resultan extravagantes –el director de la citada fundación, Juan José Sánchez Balaguer, anunció la contratación de Celestis, una empresa estadounidense que llevará una cápsula con los versos de Hernández a la superficie lunar–, el programa comprende asuntos tan diversos como la realización de un congreso internacional de literatura, un foro de música nacional y un festival de cine, además de conciertos, obras teatrales, exposiciones plásticas y la convocatoria para el III Premio de Poesía Infantil, considerado el de mayor dotación económica en su categoría en España. Del mismo modo, aspira a llegar a más de 5 mil bibliotecas públicas, a través de la distribución de nuevos materiales de divulgación académica.

Por otro lado, la vertiente masiva y popular de este homenaje se relaciona, de forma inevitable, con Joan Manuel Serrat (Barcelona, 1943). En 1972, la poesía de Hernández volvió a los rumorosos labios de la gente gracias a la guitarra de este compositor catalán, quien musicalizó un puñado de textos hondamente afincados en el mundo personal de este autor. Sin embargo, en esta ocasión, se ha decantado por trece piezas de alientos contrastantes, desde Palmera levantina –un poema de juventud más cercano a la pirotecnia verbal que a la emoción contenida– hasta fragmentos de obras teatrales, entrelazados con Hijo de la luz y de la sombra. Este tríptico, más allá de dar nombre al disco, encarna los veneros centrales del conjunto de su obra: el amor como una efímera potencia primitiva, que viaja del ansia por la posesión física hacia la comunión espiritual; la vida como una oposición entre el acechante impulso animal y la súbita calidez de la intimidad; la muerte como una interminable sucesión cósmica, una pausa en el estremecedor flujo del universo.

Así, animada por un enfoque plural, multidisciplinario y –a la vez– definitorio, esta celebración parece inspirarse en los comentarios de José Carlos Rovira, catedrático de literatura hispanoamericana que, de la misma manera, se ha especializado en la poesía de este escritor. Desde sus perspectiva, el creador de Imagen de tu huella se yergue como “un artista universal y necesario”, capaz de concentrar los acontecimientos históricos de su tiempo con un espíritu profundamente estético.

En efecto –y en más de un sentido–, sus poemas superan las barreras temporales y extienden sus raíces hacia la posteridad. En el plano estilístico, se trasladan de la escasa educación formal hasta la transformación lingüística; es decir, de la vida rural y la creatividad mimética hasta el aterrizaje de las vanguardias, pasando por un arduo periodo de claroscuros con el clasicismo español, desde san Juan de la Cruz (Fontiveros, 1542 - Úbeda, 1591) hasta Lope de Vega (Madrid, 1562 - 1635). En el camino –forjado en los mismos pasos que Pablo Neruda (Parral, 1904 - Santiago de Chile, 1973) y Vicente Aleixandre (Sevilla, 1898 - Madrid, 1984)–, sus palabras ganan serenidad y transparencia; de este modo, se acercan a la terrible belleza de lo sagrado, expresada en la densidad rítmica de conceptos firmes y absolutos.

Por ello, en el ámbito temático, los versos emigran de la explosiva naturaleza levantina, figurada en árboles, plantas y animales, hasta la oscura familiaridad de los propios sentimientos, simbolizada en la casa, los hijos y el vientre luminoso de la esposa. Como resultado, las páginas de Hernández ofrecen un canto épico que se desarrolla entre la abundancia verbal y la sobriedad discursiva; entre la apariencia exterior y la vivencia interior; entre el viento impetuoso y la cárcel opresiva. En consecuencia, a pesar de su arraigo en un conflicto determinado –que, en apariencia, podría resultarnos ajeno–, consigue propagarse con extraordinaria sencillez por los vaivenes de la condición humana.

Por estas razones, pese a las distancias geográficas –y, por tanto, de la improbabilidad general para asistir a esta variada suma de actividades–, este centenario constituye una magnífica oportunidad para valorar una obra que decanta las transiciones entre el arte –y el estado del mundo– del siglo XIX y las metamorfosis del siglo XX, que ahonda tanto en las crisis existenciales derivadas de la guerra como en el infinito espectro de la identidad humana. Paralelamente, establece contrastes entre la experiencia cultural española –y, por extensión, europea– y el tratamiento que reciben los poetas mexicanos –y, por reducción, mexiquenses– en la memoria colectiva.

Aun en los casos más populares, como el de Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez, 1926 - Ciudad de México, 1999), los escritores mexicanos pasan por nuestra vida cotidiana como por el aire. En la mayor parte de las ocasiones –y a confesión abierta–, los poetas destinan su escritura a la propia comunidad artística, lo cual reduce sus posibilidades para generar nuevos significados y, sobre todo, para producir un vínculo permanente con el público. Así, una celebración similar a la destinada a Miguel Hernández, pero centrada en la vigencia de las aportaciones de Octavio Paz (Ciudad de México, 1914 - 1998) o de Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925 - Tel Aviv, 1974), resulta simplemente difícil de imaginar, no sólo por la diversidad de ópticas que es necesario reconciliar, sino por los obstáculos implicados en cualquier esfuerzo de coordinación civil e interinstitucional. Ante este panorama, queda, al menos por el momento, volver con el espíritu despierto –y propositivo– al ancho río de la lectura, auténtico cauce de independencia intelectual.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a octubre de 2010.

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