RSS

30 de junio de 2008

Crónicas escogidas (y también robadas)

El pasado 28 de junio, el suplemento Laberinto publicó este conjunto de divertidas crónicas que me recuerda lo que alguien me dijo un buen día: las crónicas son los cuentos que cuenta la realidad. Las copio aquí, aunque la versión original está disponible acá.

Crónicas escogidas

Por Joaquim Maria Machado de Assis

(Traducción de Alfredo Coello)

De uno de los mayores escritores brasileños, la editorial Sexto Piso ha reunido en un volumen parte de su trabajo periodístico, en el que da cuenta de cosas aparentemente triviales y de la vida cotidiana de su país en el siglo XIX.

El origen de la crónica

Existe un camino más o menos seguro para comenzar la crónica por una trivialidad. Simplemente decir: “¡Qué calor!, ¡qué desatado calor!”. Se dice esto agitando las puntas del pañuelo, resoplando como un toro, o simplemente sacudiéndose el abrigo. Se culpa del calor a los fenómenos atmosféricos, se hacen algunas conjeturas acerca del sol y la luna, otras sobre la fiebre amarilla, se le dedica un suspiro a la ciudad de Petrópolis, y la glace est rompue; ha dado inicio la crónica.

Aunque, lector amigo, ese medio es todavía más viejo que las crónicas, las cuales apenas datan de Esdras. Antes de Esdras, antes de Moisés, antes de Abraham, Isaac y Jacob, incluso antes de Noé, había calor y crónicas. En el paraíso es probable; es cierto que el calor era mediano, y no es una prueba de lo contrario el hecho de que Adán anduviese desnudo. Adán andaba desnudo por dos razones, una capital y otra provincial. La primera es que no había sastres, no existían siquiera los casimires; la segunda es que, aun habiéndolos, Adán andaba suelto al azar. Digo que esta razón es provincial porque nuestras provincias están en las circunstancias del primer hombre.

Cuando la fatal curiosidad de Eva le hizo perder el paraíso, acabó, con esa degradación, la ventaja de una temperatura igual y agradable. Nació el calor y el invierno; vinieron las nieves, los tifones, las sequías, todo el cortejo de males, distribuidos en los 12 meses del año.

No puedo decir con certeza en qué año nació la crónica; sin embargo, existe la probabilidad de creer que fue coetánea de las primeras dos vecinas. Estas vecinas, entre el almuerzo y la cena, se sentaban a la puerta para desmenuzar los sucesos del día. Es muy probable que empezaran a quejarse del calor. Una decía que no podía comer o cenar, otra que tenía la camisa más ensopada que las hierbas que había comido. Pasar de las hierbas a las plantaciones del vecino próximo, y después a las vicisitudes amorosas de dicho vecino y al resto, era la cosa más fácil, natural y posible del mundo. He aquí el origen de la crónica.

Que yo, sabedor o en la conjetura de tan alta prosapia, quiera repetir el medio por el cual las dos abuelas alcanzaron la crónica, es realmente cometer una trivialidad; y aun así, lector, sería difícil hablar de esta quincena sin concederle a la canícula el lugar de honra que le compete. Sería, aunque dispensaré ese medio casi tan viejo como el mundo, únicamente para decir que la verdad más incontestable que he encontrado bajo el sol, es que nadie se debe quejar porque cada persona sea siempre más feliz que la otra.

No afirmo sin prueba.

Hace días fui a un cementerio, a un entierro, por la mañana, en un día ardiente como todos los infiernos y sus respectivas habitaciones. A mi alrededor escuchaba el estribillo general: ¡Qué calor! ¡Qué sol! ¡Es para matar a cualquiera! ¡Es para volverse loco!

¡Íbamos en carros! Nos bajamos a la puerta del cementerio y caminamos un largo trecho. El sol de las 11 de la mañana nos pegaba de frente, sin quitarnos los sombreros, abrimos las sombrillas para guarecernos de sol y continuamos sudando hasta el lugar donde debía verificarse el entierro. En este lugar nos topamos con seis u ocho hombres ocupados en abrir la tumba; estaban con la cabeza descubierta al levantar y hacer caer el pico y la pala. Nosotros enterramos al muerto, regresamos en los carros a nuestras casas o reparticiones. ¿Y ellos? Allí los encontramos, allí los dejamos, al sol, con la cabeza descubierta, trabajando a pico y pala. ¿Si el sol nos hacía mal, qué no les ocasionaría a aquellos pobres diablos durante todas las horas calientes del día?

1 de noviembre de 1887

Cómo comportarse en el tranvía

Se me ocurrió inventar algunas reglas para el uso de quienes frecuentan los bonds. El desarrollo que ha tenido entre nosotros este medio de locomoción esencialmente democrático exige que no sea dejado al puro capricho de los pasajeros. Lo que puedo ofrecer aquí son algunos extractos de mi trabajo; basta decir que está compuesto por nada menos que setenta artículos. Van apenas nueve.

Art. I– De los que tienen catarro

Los que tengan catarro pueden entrar en los bonds con la condición de no toser más de tres veces en el lapso de una hora, y en caso de estornudar, cuatro.

Cuando la tos sea repetitiva hasta el punto de no respetar el límite impuesto, los acatarrados tienen dos alternativas: o viajan de pie, que es un buen ejercicio, o se meten en la cama. También pueden ir a toser a donde se los lleve el diablo.

Los acatarrados que estuvieren en los extremos de los asientos, deben estornudar para el lado de la calle, en vez de hacerlo en el interior del bond, salvo caso de apuesta, mandato religioso o masónico, vocación, etc., etc.

Art. II– De la posición de las piernas

Las piernas deben ir adaptadas de tal forma que no incomoden a los pasajeros del mismo asiento. No se prohíben formalmente las piernas abiertas, con la condición de pagar los otros sitios y cederlos a niñas pobres o viudas desamparadas, mediante una pequeña gratificación.

Art. III– De la lectura de periódicos

Cada vez que el pasajero abra la hoja que está leyendo, tendrá el cuidado de no rozar las aletas de la nariz de los vecinos, ni levantarles los sombreros. Tampoco es agradable apoyarlo en el pasajero de enfrente.

Art. IV– De los cigarrillos

Está permitido el uso de los cigarrillos en dos circunstancias: la primera cuando no haya nadie en el bond, y la segunda al bajarse.

Art. V– De los que todo lo echan a perder

Toda persona que sienta necesidad de contar sus asuntos íntimos, sin interés para nadie, debe primero indagar sobre el pasajero escogido para tal confidencia si él es asaz cristiano y resignado. En caso de que lo sea, preguntarle si prefiere la narración o una descarga de puntapiés. Siendo probable que él prefiera las patadas, la persona debe inmediatamente propinárselas. En el caso, además extraordinario y casi absurdo, de que el pasajero prefiera la narración, el de la propuesta debe hacerlo minuciosamente, enfatizando en las circunstancias más triviales, impugnando los dichos, subrayando y señalando las cosas, de modo que el paciente jure a sus dioses no reincidir.

Art. VI– De los escupitajos

Se reserva el asiento de enfrente para la emisión de los escupitajos, salvo en las ocasiones en que la lluvia obligue a cambiar de posición el asiento. También se pueden emitir en la plataforma de atrás, yendo el pasajero al pie del conductor y de cara a la calle.

Art. VII– De las conversaciones

Cuando dos personas, sentadas a distancia, quieran decir alguna cosa en voz alta, tendrán cuidado de no gastar más de 15 o 20 palabras y, en todo caso, sin alusiones maliciosas, sobre todo si hubiera señoras.

Art. VIII– De las personas con modorra

Las personas con modorra pueden participar de los bonds indirectamente: quedándose en la acera y viéndolos pasar de un lado a otro. Será mejor que vivan en la calle por donde pasan, porque entonces podrán verlos desde su propia ventana.

Art. IX– De los asientos para las señoras

Cuando alguna señora entre, el pasajero de enfrente deberá levantarse y cederle el asiento, no sólo porque es incómodo para él continuar sentado, apretando las piernas, sino también porque es un gran malcriado.

4 de julio de 1883

Reflexiones de un burro

Un jueves, pasadas las tres de la tarde, vi una cosa tan interesante que decidí empezar por ahí esta crónica. Ahora, sin embargo, en el momento de agarrar la pluma, recelo de encontrar en el lector menor gusto que yo para este espectáculo, que le parecerá vulgar y acaso torpe. Perdonen la impertinencia; no todos los gustos son iguales.

Entre la cerca del jardín de la plaza Quinze de Novembro y el lugar donde estaba el antiguo pasadizo, al pie de las vías de los bonds, un burro yacía acostado. El lugar no era propio para el remanso de burros, por lo que mi conclusión fue que no estaba acostado, sino que se había caído. Instantes después, vimos (yo iba con un amigo) al burro levantar la cabeza y medio cuerpo. Los huesos le taladraban la piel, los ojos medio muertos se entrecerraban de vez en cuando. Cabeceaba el infeliz, tan desganado, que parecía estar rondando su muerte.

Frente al animal había algo de hierba desparramada y una lata con agua. Luego, no fue abandonado a su suerte; alguna bondad tuvo el dueño o quien fuese que lo dejó en la plaza, con ese último tentempié a la vista. No fue una acción disminuida. Si el autor de esta acción es alguien que lee las crónicas, y por casualidad lee ésta, reciba desde aquí un apretón de manos. El burro no comió la hierba, ni bebió el agua; estaba para otros pastos y otras aguas, en campos más prolongados y eternos.

Media docena de curiosos estaban detenidos a los pies del animal. Uno de ellos, un niño de diez años, empuñaba una vara, y si no sentía el deseo de golpear con ella el anca del burro, entonces no sé nada de los niños, porque no estaba el niño al lado del pescuezo, y sí justamente al lado de su anca. En honor a la verdad no lo hizo mientras yo estuve allí, que fueron pocos minutos. Esos pocos minutos valieron por una hora o dos. Y si hubiera justicia en la tierra, sería por un siglo. Tal fue el descubrimiento que me tocó desvelar. Y dejo aquí la recomendación a los estudiosos.

A mi parecer, el burro hacía un examen de conciencia. Indiferente a los curiosos, tanto a la hierba como al agua, tenía en su mirar la expresión de los que meditan. Era un trabajo profundo e interior. Esta picardía popular, “por pensar murió un burro”, demuestra que el fenómeno fue mal entendido por los que en un principio lo observaron: el pensamiento no es la causa de la muerte, la muerte es la que lo vuelve necesario. En cuanto a la materia del pensamiento, no dudo de que haya sido el examen de conciencia. Ahora, cuál fue el examen de conciencia de aquel burro, es lo que presumo haber leído en el escaso tiempo que allí gasté. Soy otro Champollion, quizá más grande: no descifré palabras escritas, y sí otras ideas íntimas de la criatura que no podría exprimirlas verbalmente.

Y se diría el burro a sí mismo:

“Por más que revuelva mi conciencia, no encuentro pecado que merezca mi remordimiento. No profané, no mentí, no maté, no calumnié, no ofendí a ninguna persona. En toda mi vida, he dado tres coces como mucho, y eso antes de aprender las maneras de la ciudad y saber el destino del verdadero burro, que es el de ver y callar. De los rebuznos aprendí su lenguaje. A final, me he dado cuenta de que no me entendían y, por vieja costumbre, continúo dando rebuznos con la idea de no agraviar a nadie. Nunca quise menospreciar al hombre. Cuando pasé del tílburi al bond, hubo algunos atropellados y hasta muertos en la calle, prueba de que yo no tenía la culpa y de que nunca perseguía al cochero que se fugaba; siempre me quedé esperando a que llegase la autoridad.

“Recurriendo a la orden más elevada de las acciones, no encuentro en mí el menor recuerdo de haber pensado siquiera en la perturbación de la paz pública. Aparte de que mi índole es contraria a los escándalos, la reflexión me indica que, en tanto no exista ninguna revolución que declare los derechos de los burros, tales derechos no existen. Ningún golpe de Estado existe a favor de éstos; ninguna corona le da abrigo; monarquía, democracia, oligarquía, ninguna forma de gobierno tuvo en cuenta los intereses de mi especie. Cualquiera que sea el régimen, zumba el palo. El palo es mi institución un poco aderezada por la terquedad, que es, a fin de cuentas, mi único defecto. Cuando no me empecinaba, mordía el freno, dando así un bonito ejemplo de sumisión y conformidad. Nunca pregunté por soles o lluvias, bastaba sentir al pasajero en el tílburi o el silbato del bond para inmediatamente arrancar. Hasta aquí los males que no hice: veamos los bienes que practiqué.

“A más de una aventura amorosa habré servido, conduciendo deprisa en el tílburi al novio a la casa de su novia o, simplemente, transitando por lugares desde donde el joven podía mirar a la muchacha que estaba en la ventana. No pocos deudores habré llevado lejos de un acreedor inoportuno. Le enseñé filosofía a mucha gente, esa filosofía que consiste en la levedad del porte y en el reposo de los sentidos. Cuando algún hombre, de estos que llaman juguetones, quería hacer reír a los amigos, siempre acudí en su auxilio, dejando que me diera coscorrones y tirara de mis orejas. En fin…”.

Sin tomar en cuenta a los demás, fui caminando, sin abandonar mi inquietud y desasosiego. Contento por el hallazgo, no podía abstraerme a la tristeza de ver que un burro de tan agraciado pensar fuera a morir. La consideración, mientras tanto, de que todos los burros deben tener las mismas dotes de su especie, me reveló que los que se quedaban no serían menos ejemplares que éste. ¿Por qué no se investigará con más empeño la moral del burro? De la abeja ya se escribió que es superior al hombre, y de la hormiga también, colectivamente hablando. Quiere decir, que sus instituciones políticas son superiores a las nuestras, más racionales. ¿Por qué no pasa lo mismo con el burro, que es más grande?

El viernes, recorriendo la plaza Quinze de Novembro, encontré al animal muerto.

Dos niños, parados, contemplaban el cadáver, un espectáculo repugnante; la infancia, como la ciencia, es curiosa sin asco. Por la tarde ya no había cadáver ni nada. Es así como pasan los trabajos en este mundo. Sin exagerar el mérito del finado, tengo que decir que, si él no inventó la pólvora, tampoco inventó la dinamita. Ya es algo en este final de siglo. Requiescat in pace.

8 de abril de 1894

No hay comentarios: