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10 de junio de 2008

El fin del viaje de Confabulario: como llorar en el aguacero



Por José Antonio Romero Reyes

Dicen los verdugos de La silla eléctrica que, al son de unas cervezas calientes y unos tacos fríos, idearon una travesura y, de inmediato, descubrieron sus mañas y virtudes: provocar escozor; ironizar a ese sector fino e intocable al que corresponden los pechos privilegiados de la Alta-Cultura en nuestro país; mostrar (incluso citar sus propias palabras) los enormes sinsentidos de los que reparten las dádivas y lo publicable. Por las manos de los verdugos pasaron doña Zaratustra Bermúdez, monsieur Vega, la Megaesfinge ex Biblioteca Vasconcelos, don Chente Fox –una gran luminaria del pensamiento– y su equipo técnico de producción, que tan bien lo asesoró en cuestión de cultura y libros.

Palomo, el caricaturista chileno, nos regaló una sana postal que ironizaba el trabajo de literatos y escritores, especialmente aquellos que se merecen las gigantescas comillas –pues les queda grande el adjetivo–; aquellos que consideran que escribir es el placer mundano, la erudición vacía, el saco de tweed, la vida de café y la más completa holganza.

Lejos de ofrecernos el típico “¡Mírelo, qué bonito! ¿Por qué no lo compra?”, en Confabulario se dieron auténticos debates. Desde los que criticaban a Premios Nobel como Elfriede Jelinek, hasta los que bajaban del pedestal a farsantes –burócratas de la cultura, amiguísimo de los amigos a quienes dedico mi libro y mi canto– metidos a críticos, como Christopher Domínguez Michael, quien elaboró un pretendido diccionario completo de la literatura mexicana carente rigor científico. En estas discusiones pudimos ver la caída de un crítico reputado como “severo” y terminar a carcajada batiente por la denominación. También recordamos grandes momentos de la literatura y suplementos de gran trascendencia –como la colección Lunes– y se rescataron textos de Ryszard Kapuscinski, de Norman Mailer y de tantos otros. En sus páginas, se permitió la crítica abierta a la política cultural en nuestro país; semana a semana me encontraba con una cultura viva más que con una de museo.

Sin embargo, hace un mes, Hector de Mauleón, director de Confabulario, salió al balcón a darnos la despedida; a decir que, después de cuatro años y 210 números, el viaje terminó. Un gran viaje cuyo fin lamento profundamente, un viaje que no fue provocar por provocar, defender a nadie o rasgarse los vestidos. Fue un suplemento serio, de peso, que podía leerse con sonrisas por unos y con enfado por otros, que nos demostró que la mejor forma de curarse en salud en situaciones culturales es comenzar por la propia casa, incluyendo a su propietario y sus sirvientes. En fin, el viaje termina con un nudo en la garganta, con la nostalgia imponente de quien se pone a llorar en un aguacero, con la tristeza de quien tira un tesoro al mar. De quejas está lleno el mundo –una más ni se alcanza a notar–, pero que esta nota funeraria no sirva de queja sino de provocación y de ejemplo: Confabulario ha sido, a mi entender, el mejor suplemento cultural de la prensa en estos últimos años.



* Texto publicado en la página cultural correspondiente al mes de junio.

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