La negación del cuerpo en tiempos de destape
Por Margarita Hernández Martínez
La escena es frecuente: la madre, pendiente siempre de la vestimenta de su hija, se queja por la transparencia de la blusa que se ha puesto hoy, sugiriéndole (ordenándole, a juzgar por el gesto y el tono de voz) que cubra cierta parte de sus pechos (al parecer el pudor se cuela hasta los labios y le impide pronunciar la palabra pezones) con unos parches de pañuelo desechable, de tal manera que, si le da frío o mucho calor (dependería del caso), la salva porción de piel permanezca disimulada y sea posible atajar las malintencionadas miradas de ojos testosterónicos.
Como la hija no quiere fastidiar a nadie, ensaya. Dobla cuidadosamente el pañuelo y percibe que, efectivamente, sus pezones desaparecen para dar lugar a una marca cuadrada de pésimo gusto. Indignada, retira los fabulosos parches y se encamina a la calle con la frescura de siempre, pensando si de verdad vale la pena negar que tiene pezones y que son tan sanos que reaccionan ante el frío y el calor como le ocurre a cualquier otra mujer parecida a ella. A final de cuentas, se tienen pezones como se tienen manos, piernas y cabello: simplemente es una parte más del cuerpo, y cualquiera de ellas es susceptible de recibir la misma carga erótica que el sitio corporal en cuestión.
Pero, para su desesperación, observa que hay gente que ve con curiosidad morbosa. La mente termina de enturbiarse cuando advierte que los puestos de periódicos están atiborrados de mujeres semidesnudas y tan terriblemente irreales que no puede evitar preguntarse si sus pezones también reaccionarán ante los estímulos o habrán cedido su sensibilidad a la perfección siliconada.
Y es que en esta época de libertinaje mediático, vivimos diariamente inundados por imágenes de anatomías descubiertas. Y no es que se esté apreciando la belleza del cuerpo humano, sino inclinando al morbo mediante la violación de la intimidad y la cosificación del cuerpo. Como suele pasar, los receptores responden favorablemente dejándose llevar por el deseo de imitación: hombres y mujeres viven o con los ojos saltados por escudriñar hasta el último detalle de cuerpos ajenos o frustrados por no tener el propio como en las revistas, cosa que limita su capacidad de apreciación, así como el goce y la satisfacción que puedan obtener de él. Resulta paradójico que, en un mundo en el que se tiene a la mano gran cantidad de información sobre los principios fisiológicos, emocionales y hasta espirituales del placer, así como la facilidad de vestirse al gusto de cada quien y la posibilidad de pasar la vida privada como a uno le plazca, las personas sigan tendiendo a temer y, en consecuencia, ocultar al cuerpo hasta la negación.
Una de las raíces de este problema parece localizarse en la doble moral mexicana que, como es costumbre, censura a la vez que permite, contribuyendo así al nacimiento del morbo que impregna tantas miradas, en lugar de promover que el cuerpo sea visto sana y naturalmente. Análogamente, su característico miedo al placer nubla la consciencia individual del cuerpo e indica que aceptarlo tal como es, disfrutarlo y hasta cuidarlo es malo. De esta percepción culposa deriva la anulación absoluta de nuestra parte material: el cuerpo es demoníaco o indeseable, así que lo mejor es olvidarse de él, dicen las buenas lenguas. Sin embargo, ese atractivo que adquiere la censura impulsa, al mismo tiempo, a la exaltación de la vanidad caprichosa, la práctica felizmente aprobada de dietas asesinas y la autorización para que cientos de mujeres luzcan su cuerpo desde un enfoque que, lejos de ampliar el horizonte de las libertades que nos permite la sociedad, las distorsiona. La situación en la que las coloca también es fuente de innumerables confusiones en el plano sexual.
Por ello es urgente encerrarse con uno mismo, desnudarse y admitir que el cuerpo es el sustento físico de una persona que siempre tendrá algo que decir y que opinar, independientemente de sus ganas de comunicarlo, y por ello merece ser aceptado, cuidado y amado en todas sus partes. El cuerpo es una auténtica fuente de belleza (no por nada el papel del desnudo en las artes plásticas es fundamental) y no merece ser vulgarizado por las ansias de compra-venta que abundan en estos tiempos. La libertad alcanzada en esta época (en gran diversidad de facetas: ideológica, artística, espiritual y privada) obliga a que todos los seres humanos busquen una unión más concreta y congruente entre cuerpo y alma, de tal manera que se llegue a la integración y aceptación entre uno y otro, que deriva en un mayor nivel de conocimiento, indispensable para ser auténticamente libres de los prejuicios que, aparentemente, la sociedad ya superó, pero que, en realidad, subsisten en la consciencia colectiva.
* La fotografía que acompaña a esta entrada pertenece a Jan Saudek y puede verse también aquí.
La escena es frecuente: la madre, pendiente siempre de la vestimenta de su hija, se queja por la transparencia de la blusa que se ha puesto hoy, sugiriéndole (ordenándole, a juzgar por el gesto y el tono de voz) que cubra cierta parte de sus pechos (al parecer el pudor se cuela hasta los labios y le impide pronunciar la palabra pezones) con unos parches de pañuelo desechable, de tal manera que, si le da frío o mucho calor (dependería del caso), la salva porción de piel permanezca disimulada y sea posible atajar las malintencionadas miradas de ojos testosterónicos.
Como la hija no quiere fastidiar a nadie, ensaya. Dobla cuidadosamente el pañuelo y percibe que, efectivamente, sus pezones desaparecen para dar lugar a una marca cuadrada de pésimo gusto. Indignada, retira los fabulosos parches y se encamina a la calle con la frescura de siempre, pensando si de verdad vale la pena negar que tiene pezones y que son tan sanos que reaccionan ante el frío y el calor como le ocurre a cualquier otra mujer parecida a ella. A final de cuentas, se tienen pezones como se tienen manos, piernas y cabello: simplemente es una parte más del cuerpo, y cualquiera de ellas es susceptible de recibir la misma carga erótica que el sitio corporal en cuestión.
Pero, para su desesperación, observa que hay gente que ve con curiosidad morbosa. La mente termina de enturbiarse cuando advierte que los puestos de periódicos están atiborrados de mujeres semidesnudas y tan terriblemente irreales que no puede evitar preguntarse si sus pezones también reaccionarán ante los estímulos o habrán cedido su sensibilidad a la perfección siliconada.
Y es que en esta época de libertinaje mediático, vivimos diariamente inundados por imágenes de anatomías descubiertas. Y no es que se esté apreciando la belleza del cuerpo humano, sino inclinando al morbo mediante la violación de la intimidad y la cosificación del cuerpo. Como suele pasar, los receptores responden favorablemente dejándose llevar por el deseo de imitación: hombres y mujeres viven o con los ojos saltados por escudriñar hasta el último detalle de cuerpos ajenos o frustrados por no tener el propio como en las revistas, cosa que limita su capacidad de apreciación, así como el goce y la satisfacción que puedan obtener de él. Resulta paradójico que, en un mundo en el que se tiene a la mano gran cantidad de información sobre los principios fisiológicos, emocionales y hasta espirituales del placer, así como la facilidad de vestirse al gusto de cada quien y la posibilidad de pasar la vida privada como a uno le plazca, las personas sigan tendiendo a temer y, en consecuencia, ocultar al cuerpo hasta la negación.
Una de las raíces de este problema parece localizarse en la doble moral mexicana que, como es costumbre, censura a la vez que permite, contribuyendo así al nacimiento del morbo que impregna tantas miradas, en lugar de promover que el cuerpo sea visto sana y naturalmente. Análogamente, su característico miedo al placer nubla la consciencia individual del cuerpo e indica que aceptarlo tal como es, disfrutarlo y hasta cuidarlo es malo. De esta percepción culposa deriva la anulación absoluta de nuestra parte material: el cuerpo es demoníaco o indeseable, así que lo mejor es olvidarse de él, dicen las buenas lenguas. Sin embargo, ese atractivo que adquiere la censura impulsa, al mismo tiempo, a la exaltación de la vanidad caprichosa, la práctica felizmente aprobada de dietas asesinas y la autorización para que cientos de mujeres luzcan su cuerpo desde un enfoque que, lejos de ampliar el horizonte de las libertades que nos permite la sociedad, las distorsiona. La situación en la que las coloca también es fuente de innumerables confusiones en el plano sexual.
Por ello es urgente encerrarse con uno mismo, desnudarse y admitir que el cuerpo es el sustento físico de una persona que siempre tendrá algo que decir y que opinar, independientemente de sus ganas de comunicarlo, y por ello merece ser aceptado, cuidado y amado en todas sus partes. El cuerpo es una auténtica fuente de belleza (no por nada el papel del desnudo en las artes plásticas es fundamental) y no merece ser vulgarizado por las ansias de compra-venta que abundan en estos tiempos. La libertad alcanzada en esta época (en gran diversidad de facetas: ideológica, artística, espiritual y privada) obliga a que todos los seres humanos busquen una unión más concreta y congruente entre cuerpo y alma, de tal manera que se llegue a la integración y aceptación entre uno y otro, que deriva en un mayor nivel de conocimiento, indispensable para ser auténticamente libres de los prejuicios que, aparentemente, la sociedad ya superó, pero que, en realidad, subsisten en la consciencia colectiva.
* La fotografía que acompaña a esta entrada pertenece a Jan Saudek y puede verse también aquí.
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