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4 de enero de 2010

Ecos fragmentarios



En estos días de recuentos y limpieza -uno jamás debe empezar el año cargado de la basura del anterior-, me encontré con estas notas antiguas, hijas de la prisa y la ilusión. Pensadas para un espacio más afín a los criterios personales -el periodismo, en estricto sentido, busca informar, más allá de las opiniones del reportero-, me asaltaron de pronto con una espontaneidad que creía perdida, con un conjunto de ideas que no he abandonado del todo, con una multiplicidad que siempre confluye en el arte. Las dejo aquí, en cinco breves entradas, como un recordatorio de las posibilidades escriturales que, sin querer, se han quedado atrás.



La Biblioteca Palafoxiana: el paraíso en poblana esquina



Por Margarita Hernández Martínez



Yo que me figuraba el paraíso
bajo la especie de una biblioteca
- Jorge Luis Borges, en Poema de los dones



Bibliófilos del mundo: pongan su mente en blanco y piensen en su sueño más preciado y constante; en el refugio ideal para los días de frío y de calor, de furia y de euforia; en las visiones y ansiedades que pueden despertarles anaqueles repletos de su objeto favorito y sientan la frustración (porque el placer y el dolor son casi lo mismo) de saber que, a pesar de que sean bendecidos por el dios que ocupe sus credos con una vida larga y prolífica, su mirada nunca paseará por todos esos millares de páginas y sus mentes no conservarán el recuerdo ni de la belleza ni del conocimiento que habita allí desde tiempos inmemoriales.

Yo, bibliófila declarada desde mi más olvidable infancia, viajé a Puebla de los Ángeles (o de Zaragoza… todavía no entiendo cuál es el nombre correcto o de acuerdo con qué furor patrio hay que nombrarla) con el firme objetivo de no dejarla sin visitar la Biblioteca Palafoxiana. Y es que el simple hecho de saber que, enclavado desde hace cientos de años en pleno centro histórico de la ciudad, este recinto bibliográfico posee alrededor de cuarenta y dos mil quinientos libros y cinco mil trescientos manuscritos, entre los que se cuentan diversos ejemplares incunables, es decir, impresos poco después del año mil quinientos, que carecen de portada pero están ilustrados con hermosas letras capitulares y miniaturas pintados a mano; aunado a que el edificio fue construido en el siglo XVII y constituye una de las joyas arquitectónicas del barroco mexicano, la visita me pareció obligada: todo parecía disponerse para mi entrega al más profundo de los goces sensoriales que puede experimentar un amante de los libros. Mi sospecha se corroboró cuando, días antes de pisar su lamentablemente mudo suelo, la Unesco decidió honrar a la Palafoxiana con el reconocimiento Memoria del Mundo, que testifica que entre sus muros se encierra uno de los acervos culturales que permite comprender los complejos momentos del génesis del mundo occidental tal como lo conocemos ahora.

Y, efectivamente, mi entrada en este hermoso lugar fue gloriosa: la vista de los tres pisos de estantería repleta de los libros más antiguos que he tenido ocasión de ver despertó mis más apasionadas emociones. El olor a madera y a papel envejecido, combinado con la belleza del mobiliario y el agradable panorama casi conventual que puede atisbarse desde las amplias ventanas es el mejor marco para iniciar la contemplación de los volúmenes albergados en esta biblioteca. Los rótulos, que no encajan en absoluto con la elegancia del recinto pero que son muy útiles para los más diversos fines (desde la información precisa hasta el trauma producido por lo inalcanzable), indican que en ella se albergan textos que abordan materias tan variadas como moral, ética, teología, geografía, medicina, física, alquimia, artes visuales, retórica, gramática, música y literatura, escritos por una gran gama de autores que abarca desde la edad antigua hasta el siglo XVIII, pasando por el pretendidamente obscuro medioevo y las luces del cientificismo.

Pero, tras la sorpresa, vino la desilusión. Los libreros han sido modificados hasta convertirse en una especie de jaula que parece obedecer, al igual que el acordonamiento de las mesas y sillas antiguas que ocupan el centro de la biblioteca, a la espantosamente hereditaria cultura mexicana de maltratar su patrimonio en vez de apreciarlo, por lo que, a la vez que protegen los volúmenes de las imprudencias ajenas, impiden la lectura de los títulos cuidadosamente inscritos en sus lomos. Por otro lado, es evidente que permanecen cerrados a perpetuidad, salvo que uno sea un investigador cien veces avalado por una institución prestigiosa, lo cual no es garantía de ser un individuo respetuoso de todo lo que estos libros significan. Lo más frustrante es el hecho de no poder ascender por las delicadas escalerillas que conducen al segundo y tercer piso, puesto que, al parecer, también sufrieron los efectos de la ignorancia humana, por lo que un bibliófilo loco como yo tiene que conformarse con leer de lejos los rótulos e imaginar ver, aunque sea tras las rejas, uno de los ejemplares de la Gramática de Nebrija, manuscrita en 1492 y que se esconde en algún lugar del tercer nivel.

Aunque estas restricciones son muy útiles para conservar, como es justo y necesario, el gran acervo de la Palafoxiana, resultan contradictorias con la idea original de su fundador, Juan de Palafox, quien concibió a esta biblioteca como un lugar público para cualquier clase de persona interesada en saber más de su mundo. Esta paradoja es testigo fiel de cómo cambian los tiempos y cómo las personas cubren sus necesidades de información y esparcimiento de diferentes maneras, y hoy lugares como este son sustituidos (por el grueso de los habitantes de este mundo, que no por los bibliófilos que siempre encontraran entre el papel y la tinta de diferentes épocas la respuesta a todos los enigmas) por espacios virtuales como el internet o vacíos como la televisión.

Por ello salí de la Biblioteca Palafoxiana como una sensación fluctuante entre la alegría y la molestia, entre el placer y el dolor. Y es que por un momento comprendí que, aunque me dejaran abiertas todas las rejas y me dejaran subir a todos los pisos, mi curiosidad y mi avidez jamás se hubieran visto satisfechas. No habría sabido ni por donde comenzar. Me habría metamorfoseado en una niña buscando el mejor rincón de un paraíso que entre ignorado y prohibido yace en la ciudad de Puebla, sin encontrarlo jamás.

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