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8 de junio de 2010

La promoción cultural como política pública



Por Bernardo Aguilar Rodríguez

Una de las funciones del Estado moderno radica en garantizar a sus ciudadanos el acceso a todos los medios que permitan su desarrollo integral, entendiendo por esto desde educación de calidad hasta oportunidades de trabajo. Las herramientas con las que cuenta el Estado para cumplir con este objetivo se asientan en las diversas políticas que se planean y ejecutan persiguiendo fines en concreto. Empero, en nuestro país, aparentemente, la ejecución de éstas se remite exclusivamente a ámbitos económicos, demográficos, empresariales y sociales; así, existe poco o nulo acercamiento a una real promoción de la cultura.

En términos generales, las políticas de Estado que se han enfocado al ámbito cultural –para clarificar la diferencia entre éstas y las políticas públicas, es preciso señalar que, mientras las primeras se formulan desde el gobierno de manera unilateral, las segundas se refieren a las acciones que se realizan conjuntamente; por lo tanto, involucran la intervención del gobierno y los ciudadanos– se han limitado a la divulgación de ciertas esferas del arte, como las escénicas o las de expresión literaria, sin que esto represente un verdadero esfuerzo por hacer que la cultura sea accesible para todos y, aún más, que ésta sea abrevadero para un auténtico crecimiento de la persona. En efecto, se ha impulsado una promoción importante para el teatro, la danza y la poesía, entre otras manifestaciones semejantes, pero no se ha presentado con oportunidad una programación real que encamine una parte de la estructura administrativa hacia el enriquecimiento cultural de todos los ciudadanos.

Ahora bien, valdría la pena interrogarse sobre si esta función es exclusiva del Estado o si, por el contrario, también abre las puertas para la participación no sólo de aquellos que generan y promueven la cultura, sino también para todos aquellos que están interesados en ella. En este sentido, la necesidad imperante estriba en el establecimiento de políticas públicas que, por un lado, activen de manera eficaz el aparato de gobierno diseñado exclusivamente a esta área y, por el otro, sean un canal de constante interacción entre los ciudadanos y el Estado para crear, modificar y ejecutar los planes que se encaminen hacia una verdadera promoción de la cultura.

Lo anterior podría verificarse en un contexto en el cual los impulsores de cultura –sean artistas, gestores culturales o directores de instituciones– y los responsables en la ejecución de la política pública tomaran en cuenta que el arte no es exclusivo de algún estrato social en particular, sino que se debe procurar que abarque al mayor número de personas posibles. Aunado a esto, resultaría conveniente animar a los organismos educativos públicos y privados, en todos los niveles, para que promuevan el interés en sus alumnos de participar en actividades culturales, más no de un modo imperativo, sino como un complemento necesario para su desarrollo.

Finalmente, la responsabilidad cultural tiene que ser compartida. Esperar que el Estado –con todo y su estructura– monopolice el ejercicio de la gestión cultural y que de ello resulte algo eficiente, es históricamente vacuo. Por el contrario, si existe una vinculación constante entre todos los actores sociales y de gobierno para promover con acierto todos los aspectos referentes a la cultura, podremos esperar resultados que satisfagan tanto los planes de la administración en turno como las expectativas ciudadanas que, cada vez con mayor insistencia, reclaman una atención oportuna en el ámbito cultural. Éste, el último de los casos, beneficia a todos e impacta de manera importante en el desarrollo de una nación.



* Artículo originalmente publicado en la plana cultural de El Espectador correspondiente a junio de 2010.

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