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13 de enero de 2008

El lector macho: Norman Mailer sin nostalgias




Por José Antonio Romero Reyes

La ironía más amarga para un espíritu combativo y un alma libre: los homenajes post mortem: el INRI de Jesucristo se toma en serio, se exhibe orgullosamente en fino acabado, con la finalidad expresa de decorar alguna habitación de similares condiciones. Por ejemplo, seguro que Ernesto Guevara no imaginaba convertirse en el icono, tan famoso como la Coca Cola, del rebelde fracasado y, por lo mismo, querido; sin embargo, ¿cuántos se respaldan en los muertos?

Y se siguen produciendo etiquetas, nostalgias hipocritonas para clasificar y archivar a los Grandes Hombres del Siglo, los dignos de ocupar un puesto en el prestigioso podio de la Alta Cultura. Norman Mailer, uno de los que hubiera odiado los fáciles halagos después de muerto, ya tiene el suyo: los más importantes diarios y no pocas bitácoras electrónicas lo anuncian como “el padre del periodismo moderno”. Y lo que falta en este merecido reconocimiento a Mailer es responder a la pregunta: “¿y por qué?”. Temerosos de la divagación, de la subjetividad, hacemos explícito el hecho (“Norman Mailer, el padre del periodismo moderno, falleció el 10 de noviembre de 2007, a los 84 años”) y en esa inmediatez expresiva, paradójicamente, se mata gran parte de lo que pudo generar interés. Se pierde la capacidad de generar hipótesis a cambio de una información concisa que nos promete ofrecernos un trozo de realidad, desprovista de los prejuicios de la subjetividad de un periodista; esta pretensión de condición y objetividad resulta engañosa, la noticia se vuelve estéril.

Norman Mailer, sin duda, pensó en el periodismo como la facultad de gestar conjeturas, la habilidad de asumirse plenamente dejando ver su visión de mundo. Despreocupado por la fidelidad a la Verdad (esa verdad oficial que parafrasean el mismo día los mismos diarios) y sin temor a la subjetividad, Mailer se mantuvo comprometido y polémico al asumir esa necesidad de acercarse aún a costa y riesgo de equivocarse; al respecto, comentaba que “una hipótesis abre el intelecto al pensamiento, a la comparación, a la duda, a lo esquivo de la verdad. Los mitos, por su parte, son hipótesis congeladas”. El dinamismo de sus textos está en tomar a la verdad no como algo dado sólo a través de los hechos, sino como el juego en el que uno aventura suposiciones y sospechas, las deja sobre la mesa y, en el trabajo de asimilarlas o refutarlas, hace participar activamente al lector, lo provoca para ser crítico: “el valor de una hipótesis es que puede estimular nuestro entendimiento y avivar nuestra concentración”. Leer se vuelve, esencialmente, intentar hipótesis, convivir con el texto, maltratarlo y hasta reírse de él; leer es asumirse como parte de un tiempo.

Aventuro la hipótesis de que desconozco qué le da la paternidad a un hombre con respecto a un hecho que se considera significativo; desconozco qué hace a alguien “padre de la patria”, “padre del periodismo”, “padre del surrealismo” o cualquier paternidad rimbombante. Desconozco, asimismo, qué se entienda por periodismo moderno y hasta qué punto ese concepto nos lleve a leer de otra manera un texto (como lectores machos, en términos de Julio Cortázar) y nos comprometa a intentar un periodismo más creativo; ese periodismo no temeroso de la subjetividad o de la ficción. Un periodismo que, desde el ejercicio de Mailer, buscaba el tono exacto para decir las cosas y se mostraba en un estilo ágil y expresivo. Un estilo que se atrevió a ser polémico y jamás pretendió en sus opiniones adoctrinar a nadie; un periodismo con vocación agudamente crítica que tampoco puede reducirse a un epíteto más con el que se celebra a Mailer: “la conciencia social de los Estados Unidos de América”. De acuerdo, pero no sólo eso, y dudo que Mailer escribiera para serlo.

Tal vez la meta principal del periodismo sea movilizar nuestra sensibilidad y nuestra razón, sentirnos parte de un momento histórico y de una realidad llena de matices, sentirnos lejos del desdén a cualquier manifestación cultural (en el más amplio de los sentidos), sabernos hijos de nuestro tiempo. Aquel que no experimente el gozo de vivir y la necesidad de ver, no puede crear lectores machos; esto es, lectores activos que no se queden con la mera percepción y asimilación de datos y hechos, sino que lleguen al análisis, a la toma de posición con respecto a su condición particular.

Norman Mailer, independientemente de la leyenda que se construye alrededor de su vida privada, constantemente tuvo que tomar decisiones –muchas veces– comprometedoras: denunció la cacería de brujas en el macartismo, se mostró opositor a la guerra de Vietnam, escribió, en 1948, una de las principales y más importantes novelas acerca de la Segunda Guerra Mundial, Los desnudos y los muertos, de carácter autobiográfico. De hecho, su incursión en la ficción no está exenta de trabajos biográficos o de investigaciones sobre personajes de la época: Marilyn (1973), sobre la famosa actriz y cantante Marilyn Monroe; Oswald, un misterio americano, sobre el conocido asesino de John F Kennedy, y Retrato de Picasso (1995), sobre el célebre pintor malagueño, entre otros. Sus ensayos y sus artículos, desde el título, están lejos del reporte desapasionado de los hechos: El negro blanco: reflexiones superficiales sobre el hipster, polémico ensayo sobre la discriminación racial, y Advertencias a mí mismo, entre centenares de textos más.

Una hipótesis será siempre una toma de postura, una buena ficción, un ataque a la naturaleza de la realidad. Un no estar de acuerdo y un mostrarnos vivos, libres en nuestro pensar, comprometidos con la intención de comprender, conscientes de la equivocación. La gran meta lejana de Mailer radica en acceder a esa combinación de investigación no exenta de fuerza expresiva, en absoluto tímida o contenida. Cabe agregar, recordar y comprometerse con la causa central del periodismo, pues, según Mailer: “los periodistas se aventuran en este meritorio e intrincado camino cavando la dura tierra en busca de esas criaturas viscosas que llamamos hechos, que casi nunca son lo suficientemente claros como para aflorar como ciertos o falsos”.


* Texto correspondiente a la página cultura de El Espectador del mes de enero.

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