Por Eduardo Osorio
El cúmulo de nuestras existencias está aquí y a través del vaso en que bebes te contemplo, niña de cinco, correteando entre mesas de comida rápida hasta que chocas contigo misma, contra tus piernas de muchacha de catorce, mientras buscas a las amigas y por un momento tu mirada se distrae conmigo, niño de seis, que hace pataleta por un helado o por el repentino cambio de antojo, de hamburguesa a hot dog, pero la mesera no me pela y su pretexto es atender solícita al anciano torpe, que soy yo, que derrama café caliente sobre la falda de su mujer, o sea, tú dentro de cuarenta, y no te enojas pues eres comprensiva; no te rebelaste a ser la señora de al lado, con nuestros cuatro hijos latosos y el embarazo quinto, mientras grita su macho, yo mismo con neurosis distinta y discurso de revancha. No sé si somos mejores que nosotros en la mesa junto al ventanal, persiguiendo con ojos vencidos el automóvil que nunca tendré o el abrigo de piel que no podrás adquirir, pues los caballos, el box, mis pronósticos deportivos te convencieron de arriesgarlo todo y no hubo disputa porque al final estamos de acuerdo: ambos miramos hacia la izquierda, sentados frente a frente por horas, días, siglos que la muerte no separa… ¿Cómo sería tu vida si hubieras sido firme con lo del divorcio?, te preguntas y sueñas o recuerdas o fantaseas otros modos de amanecer junto al otoñal tipo, yo en circunstancias diferentes, que pide la cuenta y se despide con elegancia de solterón empedernido. ¿Qué sucedería, me interrogo a la vez, si no hubiéramos acordado esta cita? Seguro que no serías aquella solitaria del rincón que escribe poemas sin pasión para una revista oficial de cultura, haciendo tiempo, matándolo, acuchillándolo para que nunca llegue la noche de sábanas intactas, para no cuestionarte jamás entre sollozos porqué dijiste “no” aquella tarde, esta misma tarde en que, cerca de los sanitarios, el licor nada amortigua en mí y el café de la barra es amargo y me reprocho tanto con una pistola que, en estos sesenta de edad abandonada, no supe dónde adquirí y pienso si la bala duele y sufro y me tiemblan las piernas y el alma… Esta tarde, esta cita de nuestra juventud que es incapaz de reconocerse en los otros: niña de cinco entre las mesas, muchacha con amigas, señora embarazada, mujer comprensiva, poeta solitaria, compañera aquí de mi cerveza, jóvenes ambos de veintitantos en la cita crucial…
Entonces, qué (te pregunto ajeno a mi pataleta de seis, a mi torpeza de anciano, perdedor eterno de los dados, macho neurótico, suicida a los sesenta):
–Entonces, qué… ¿Nos casamos?
* Texto correspondiente a “El pulso y la palabra” del mes de enero.
El cúmulo de nuestras existencias está aquí y a través del vaso en que bebes te contemplo, niña de cinco, correteando entre mesas de comida rápida hasta que chocas contigo misma, contra tus piernas de muchacha de catorce, mientras buscas a las amigas y por un momento tu mirada se distrae conmigo, niño de seis, que hace pataleta por un helado o por el repentino cambio de antojo, de hamburguesa a hot dog, pero la mesera no me pela y su pretexto es atender solícita al anciano torpe, que soy yo, que derrama café caliente sobre la falda de su mujer, o sea, tú dentro de cuarenta, y no te enojas pues eres comprensiva; no te rebelaste a ser la señora de al lado, con nuestros cuatro hijos latosos y el embarazo quinto, mientras grita su macho, yo mismo con neurosis distinta y discurso de revancha. No sé si somos mejores que nosotros en la mesa junto al ventanal, persiguiendo con ojos vencidos el automóvil que nunca tendré o el abrigo de piel que no podrás adquirir, pues los caballos, el box, mis pronósticos deportivos te convencieron de arriesgarlo todo y no hubo disputa porque al final estamos de acuerdo: ambos miramos hacia la izquierda, sentados frente a frente por horas, días, siglos que la muerte no separa… ¿Cómo sería tu vida si hubieras sido firme con lo del divorcio?, te preguntas y sueñas o recuerdas o fantaseas otros modos de amanecer junto al otoñal tipo, yo en circunstancias diferentes, que pide la cuenta y se despide con elegancia de solterón empedernido. ¿Qué sucedería, me interrogo a la vez, si no hubiéramos acordado esta cita? Seguro que no serías aquella solitaria del rincón que escribe poemas sin pasión para una revista oficial de cultura, haciendo tiempo, matándolo, acuchillándolo para que nunca llegue la noche de sábanas intactas, para no cuestionarte jamás entre sollozos porqué dijiste “no” aquella tarde, esta misma tarde en que, cerca de los sanitarios, el licor nada amortigua en mí y el café de la barra es amargo y me reprocho tanto con una pistola que, en estos sesenta de edad abandonada, no supe dónde adquirí y pienso si la bala duele y sufro y me tiemblan las piernas y el alma… Esta tarde, esta cita de nuestra juventud que es incapaz de reconocerse en los otros: niña de cinco entre las mesas, muchacha con amigas, señora embarazada, mujer comprensiva, poeta solitaria, compañera aquí de mi cerveza, jóvenes ambos de veintitantos en la cita crucial…
Entonces, qué (te pregunto ajeno a mi pataleta de seis, a mi torpeza de anciano, perdedor eterno de los dados, macho neurótico, suicida a los sesenta):
–Entonces, qué… ¿Nos casamos?
* Texto correspondiente a “El pulso y la palabra” del mes de enero.
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