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2 de octubre de 2007

El duro trabajo de vestirte de pordiosera




por José Antonio Romero Reyes

Las ciudades rara vez terminan siendo lo que se planeó. Toluca y su centro histórico –que existe, aún cuando carece de obras majestuosas y grandilocuentes: su única muestra, la Catedral, permanece inconclusa– conservan algo más que el desdeñoso comentario de Guillermo Prieto, quien afirmaba que en este lugar, que siempre olía a marrano, sólo se hacían buenos quesos y longanizas. En efecto, los tranquilos callejones de Toluca, esquivando los horrendos e improvisados edificios que albergan la burocracia de la ciudad, guardan un tono estrecho y provinciano, con casas de adobe o de estilo colonial, con hogares amontonados a la usanza de las vecindades. Usted, lector, puede vivir una de esas solitarias calles si camina desde Felipe Villanueva, entra a Plutarco González y llega a la Alameda. Esa calle deja imaginar cómo era nuestra urbe provinciana; en ella, también, nació, creció y vivió unos de nuestros más ilustres tolucenses: Enrique Carniado. Hoy, va dejando de existir.

Continuemos con el paseo. Hay otra Toluca que no está exenta de ironía: el núcleo urbano lleno de letreros que anuncian la renta o venta de casas que hace pocas décadas se soñaron mansiones, edificios que evidencian la falta de paciencia ante una ciudad que se anunciaba capital y no fue el negocio imaginado por los señores del dinero. Disimuladamente, –¡no vaya a ofender a nuestra provincianita!–, levante la vista y observe lo que sucede en avenidas como Juárez, Lerdo e Hidalgo. Lo que ve son proyectos abandonados, fábricas que dejaron de funcionar, oficinas vacías. Toluca no puede evitarlo: siempre será discreta.

Los años son ineludibles hasta para las ciudades, y en el rostro lozano de la bella han brotado hongos y cráteres: Toluca se llena de Oxxos y estacionamientos, muchos estacionamientos, excelente negocio. Dado que el centro está lleno y falta planeación, en Toluca hacer un estacionamiento equivale a derruir el edificio elegido por la veleidosa voluntad del ayuntamiento. De hecho, Toluca puede verse a través de la historia de sus estacionamientos: aquel parque que estaba hace más de una década frente a la Casa de Cultura y que aún luce sus ruinas; la plaza González Arratia, que funcionó como estacionamiento, oficinas y centro comercial. En resumen, los estacionamientos –como los Oxxos– obedecen a extrañas razones justificadas en un aparentemente bien intencionado afán de progreso, que reporta beneficios a una persona, sin respetar trascendencia histórica alguna. Qué más da si en la pared de enfrente está un mural de Diego Rivera o una obra artística de Leopoldo Flores. Si es mi pared, puedo hacer con ella lo que quiera, estas son las razones del buen burgués. ¿Qué me importa a mí si México pertenece a la UNESCO, si ha participado en todas sus convenciones y se ha comprometido a preservar, valorar y mantener los inmuebles históricos?

Tenemos un marco legal ideal. México, gracias a diversos acuerdos suscritos en 1954, 1970 y 1972, pertenece al Consejo Internacional de Museos, al Consejo Internacional de Monumentos y Sitios y al Centro Internacional de Estudios para la Conservación y Restauración de los Bienes Culturales, instancia intergubernamental que –se supone– recibe recursos del Estado para la protección del patrimonio cultural. Estos organismos dependientes de la UNESCO aspiran a resguardar cada edificio valioso aún en tiempos de guerra, a no importar, exportar, transferir o descuidar los sitios históricos. Pero dichos convenios sólo se aplican a alguna patria lejana de corrección moral. En la realidad, resulta más importante inaugurar un estacionamiento que atesorar una casa vieja, deshabitada, en la que, hace mucho tiempo, vivió un poeta.

Pese a todo, no podemos tildar de insensibles a los dueños del estacionamiento: tuvieron la gentileza de dejar un trozo de muro en el que se especifica que ahí nació y vivió Enrique Carniado. Eso sí, como la placa ya estaba un poco desgastada, los responsables de este negocio –ojalá hayan sido ellos– le dieron una retocadita con pintura de lo más comercial.

Resulta inevitable, al hablar de los tolucenses distinguidos, mentar a un tal Enrique Carniado, así que, adelantándome a los hechos, parafraseo el contenido del sitio de Internet del Gobierno del Estado de México (http://www.edomexico.com.mx/):

Nació en Toluca en diciembre de 1895. Estudió, entre 1913 y 1916, en el Instituto del Estado. Obtuvo el Premio Nacional de la Dirección de Bellas Artes con su poema “Quetzalcóatl”. Ganó el primer lugar de los Juegos Florales de Toluca con su “Canto a Hidalgo”. En junio de 1922, gracias a una beca de la Fundación Torres Adalid y el Gobierno del Estado, obtuvo su título de abogado. En 1923, fue Procurador General de Justicia en Morelos; en 1924, Secretario de la Comisión Nacional de Reclamaciones y, de 1925 a 1928, Director del Instituto Científico y Literario del Estado de México. En 1931, presidió la Junta Central de Conciliación y Arbitraje en el Distrito Federal, cuyo reglamento formuló. En 1948, asistió como observador a la Convención Internacional de Radiodifusión por Altas Frecuencias. En 1951, representó a México en el Congreso Interamericano de Carreteras. Escribió los poemarios Canicas, Alma párvula y Flama; las novelas Fauces de luz, Salamandra y Hitler en el Infierno, y los dramas El muchacho pajarero y Tres comedias blancas. Murió en 1957.

Y cabría agregar: su casa fue derribada. Sus ruinas funcionan como estacionamiento.


* Publicado originalmente en la plana cultural del mes de octubre.
* La imagen de Enrique Carniado corresponde a un óleo elaborado por Escamilla Guzmán, alojado en la Galería Universitaria.

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