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24 de agosto de 2007

El mundo en movimiento

por Margarita Hernández Martínez

Desde la óptica de nuestra vida cotidiana, sustentada en los diversos –y cada vez más numerosos– programas de fomento a la lectura, las bibliotecas equivalen a un santuario: un templo silencioso en el cual los estantes ahítos de libros no resuelven dudas, sino que desatan más interrogantes. Y éstas se intensifican con la proliferación, en el lomo de cada volumen, de claves numéricas que sólo pueden comprenderse mediante la consulta a un grupo de ficheros, los cuales, en estas épocas digitales, comienzan a despedir un curioso aroma añejo. Pese a ello, el aire se llena de la certidumbre de alcanzar la sabiduría –sobre todo en un espacio tan amplio como la Biblioteca Pública Central Estatal–; no obstante, el silencio impone y, preservado por los pocos lectores de las diez la mañana, se vuelve un poco receloso.

De pronto, un suave murmullo anuncia la presencia de los visitantes menos frecuentes a esta clase de recintos: un grupo de niños –muy jóvenes: apenas unos cuatro o cinco años de edad–, formados en dos filas y presididos por sus profesoras, avanza por el pasillo más amplio de la biblioteca, entre agujetas desamarradas, sudaderas caídas, pláticas truncas y ruiditos de admiración. El primer instinto obliga a que algunos de ellos, más instruidos sobre la tradición de los ceremoniales culturales, impongan a sus compañeros el silencio que antes permanecía imperturbable.

El trayecto los conduce al área infantil, que se sitúa al fondo de la biblioteca y se caracteriza por su falta de solemnidad. Un gastado teatro para títeres; algunos estantes amarillos repletos de libros de –y para– todas las edades; una veintena de dibujos pegados en las paredes; una buena cantidad de pequeños escritorios asentados sobre la alfombra azul, y la luz que entra a raudales se disponen a recibir a los niños, del mismo modo que el programa “Un paseo cultural en este ciclo escolar”, organizado por la Biblioteca Central y el Museo de Culturas Populares, el cual propone charlas y actividades que giran en torno al aprecio por las artesanías del Estado de México.

El tema resulta interesante por dos razones: a nuestros ojos adultos, permite que los niños mexiquenses, a través del conocimiento, se sientan vinculados con su cultura, especialmente en tiempos en los que la globalización devora nuestras peculiaridades; a sus ojos infantiles, permite experimentar con los empleos imaginativos y artísticos de materiales sacados de la vida cotidiana. Y no sólo eso: también representa la oportunidad de jugar y reírse donde habitualmente no se permite hacerlo. Por eso, no es raro que la imaginación comience a aflorar y el silencio termine por disiparse del todo: entre los murmullos, que poco a poco se mudan en voces claras, el barro se convierte en peces que comen tiempo; los rebozos, en una casita; los juguetes de alambre y madera, en un recordatorio de que los abuelos también fueron niños; y, lo mejor de todo, el libro del cual han salido todas las explicaciones se transforma en un mundo en movimiento, que depende de la imaginación y, a la vez, cobija todas sus invenciones.

Así, tras este encuentro con las riquezas del área infantil, la visita al Museo de Culturas Populares constituye otra invitación a la sorpresa. Como las bibliotecas, los museos son un templo silencioso e impasible, entre cuyas paredes los objetos, intocables, reposan de los avatares diarios y la historia permanece dormida, a menos que alguien se aventure a despertarla.

Y esto ocurre, precisamente, con la llegada de los pequeños, quienes reciben con gozo la propuesta de jugar a los detectives, forma bastante ingeniosa de estimular su curiosidad y convertir el respeto a los museos en una necesidad –los investigadores no pueden romper las pistas, porque las pierden sin remedio–, no en una imposición. Siguiendo las reglas del juego, los niños abren mucho los ojos, hacen muchas preguntas y no tocan nada; así, inauguran los momentos más conmovedores de su estancia en el Centro Cultural Mexiquense. Mientras investigan, su imaginación vuelve a poner en movimiento las clasificaciones que gobiernan la disposición museográfica. De esta manera, el enorme árbol de la vida está pintado con los colores de la primavera, extraídos de los leones y las arañas; un judas imponente, que representa a la Muerte sentada en el trono desde el cual nos gobierna y nos acecha, se trueca en una gorda princesa calavera, vestida de rosa porque es día de fiesta. El resto de los judas, despojados de su significado popular, representan piñatas rodeadas de infantil algarabía; en tanto que los rebozos y las ollas de barro se identifican con las madres de los niños, quienes, desde la ternura de su edad, constituyen el centro del mundo.

La visita concluye entre francas carcajadas y despedidas en coro. Y mientras los pequeños, acompañados por sus pacientes profesoras, culminan el deslumbramiento matutino con un lunch entre los árboles, los adultos nos preguntamos quién le enseñó más a quién. Aunque ya es un lugar común, no sobra decir que los niños nos dejan mirando el universo con los ojos renovados. Por ello, los esfuerzos concentrados en el programa organizado por la Biblioteca Pública Central Estatal y el Museo de Culturas Populares resultan sumamente fructíferos; sin embargo, aún hay muchas cosas por hacer. Sería maravilloso que otras instituciones, públicas y privadas, se interesaran por estas actividades y proporcionaran un poco de ayuda, pues no podemos olvidar que –rompiendo con un lugar común más incómodo– la infancia no es el futuro de nuestro país, sino su presente.

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