por Margarita Hernández Martínez
Las luces se encienden y asalta una pregunta: ¿cuántas imágenes se requieren para contar la historia? En general, éste es el primer pensamiento que desata la observación del resplandeciente panel fotográfico instalado en el vestíbulo del Museo de Antropología e Historia del Estado de México, ubicado en el Centro Cultural Mexiquense.
Se trata de una composición de 120 fotografías montadas sobre una pared curva que, mediante sus contrastantes colores, sugiere 240 historias: el instante capturado en cada imagen y las necesarias andanzas para su obtención, emprendidas por el equipo encargado de la remodelación y puesta en marcha de este espacio. En efecto, durante el año 2005, un grupo de especialistas se encargó de visitar, tras recorrer polvosas carreteras y arduas turbulencias, los municipios de Donato Guerra, Ixtlahuaca, Temascalcingo, Tepotzotlán y Xalatlaco, entre otros. Asimismo, para desarrollar este trabajo, se ciñeron a un calendario regido por la verificación de numerosas fiestas populares e indígenas, pues éstas constituyen el punto culminante de la vivificación de las tradiciones y permiten aprehender el fascinante esplendor de los poblados mexiquenses.
Por tanto, la simple evocación de esta suma de circunstancias pone de manifiesto la riqueza de las fotografías, gracias a la cual vale la pena concentrarse en su contemplación:
La curandera
En el cuartito de adobe moreno, la luz se filtra por las rendijas del tejado. Con sus reflejos, aparece una mesa ennegrecida por la edad, que contiene a duras penas cazuelas, cucharas y otros utensilios. Debajo de ella, varias botellas de refresco vacías y desmayadas buscan abrigo; a su costado, un comal y algunas ollas de peltre guardan reposo. De pie, una mujer vestida según la tradición –blusa con adornos amarillos y falda con grecas en el ruedo– atisba con benevolencia el desorden de su cocina, el corazón de su vida social y afectiva. No obstante, unas fotos más allá, la misma figura femenina, una curandera sentada en actitud satisfecha, se apropia de su lugar de trabajo: una pared blanca y lisa como la eternidad se quiebra en un sembradío de santos y tenues veladoras. Así, la mujer permite que la mirada ajena penetre en los lugares a los que concede mayor importancia: la cocina, donde a diario amasa el maíz de la tierra; la habitación blanca, donde, con su auxilio, dialogan los hombres y los dioses.
La diosa
Una primera mirada, aún distraída, sólo advierte lo sinuoso del paisaje: bajo un cielo impasible, la tierra se desgaja hasta volverse cuenco donde habita un claro de agua. Arrodillada entre las piedras, una anciana indígena se inclina –combada, quizá, bajo el peso de los años– y exprime una confusa prenda de vestir. Sin embargo, una segunda mirada, ya reflexiva, descubre que su identidad sobrepasa su perfecta fusión con la naturaleza, los singulares rasgos de su indumentaria y la humildad de su tarea: en el agua, su tembloroso reflejo perfila una hermosa deidad guerrera que, con la alta cabeza coronada de plumas, extiende los brazos hacia el abismo.
El futuro
Al calor de un mediodía de azul relumbrante, un grupo de niños indígenas de edad indefinible –conservan las mejillas encendidas y las sonrisas inocentes, mas poseen un destello maduro en la mirada–, vestidos con una curiosa mezcla de prendas urbanas y atavíos indígenas, se abrazan en las cercanías de la escuela local. Impulsados por sus profesores, quienes procuran comprender su mutable identidad, siguen a diario una enseñanza trilingüe: con la esperanza de acallar el mutismo que podría desprenderlos de sus raíces, aprenden tlahuica; con la inexorable consciencia de habitar un país signado por el mestizaje, estudian español; con la desconsoladora certeza de convertirse, tarde o temprano, en inmigrantes, aprenden inglés. De este modo, desde su juventud, estos pequeños conforman una generación distinta, aunque, como sugieren otras fotografías, la apertura cultural les viene por herencia.
En efecto, la observación atenta de esta suma fotográfica arroja una conclusión sorprendente: pese a la aparente parálisis de sus costumbres, tras cerca de 500 años de frecuente contacto con diversas cosmovisiones, las comunidades indígenas han conseguido adaptarse con éxito a toda coyuntura y, en consecuencia, han evitado su disolución. De esta manera, marchan a un ritmo similar al del resto del mundo e, incluso, enfrentan conflictos semejantes; por tanto, no pueden resultarnos tan distantes.
Y, por otra parte, mientras la sucesiva aprehensión de estos breves momentos estrecha a la eternidad entera, cada una de estas fotografías desvela un poco de nosotros. Un árbol de la vida, una figurilla de barro con el rostro de la muerte, una serie de esculturas provenientes del sur del Estado y numerosos paisajes oscilantes entre el colorido de la naturaleza y el caos de la urbanización, traspasan sus gráficas fronteras y discurren sobre la inevitable fugacidad que nos conforma; es decir, sobre las cosas que no percibimos hasta que, de pronto, nos topamos con ellas en la entrada del Museo, dispuestas a contarnos la historia.
Las luces se encienden y asalta una pregunta: ¿cuántas imágenes se requieren para contar la historia? En general, éste es el primer pensamiento que desata la observación del resplandeciente panel fotográfico instalado en el vestíbulo del Museo de Antropología e Historia del Estado de México, ubicado en el Centro Cultural Mexiquense.
Se trata de una composición de 120 fotografías montadas sobre una pared curva que, mediante sus contrastantes colores, sugiere 240 historias: el instante capturado en cada imagen y las necesarias andanzas para su obtención, emprendidas por el equipo encargado de la remodelación y puesta en marcha de este espacio. En efecto, durante el año 2005, un grupo de especialistas se encargó de visitar, tras recorrer polvosas carreteras y arduas turbulencias, los municipios de Donato Guerra, Ixtlahuaca, Temascalcingo, Tepotzotlán y Xalatlaco, entre otros. Asimismo, para desarrollar este trabajo, se ciñeron a un calendario regido por la verificación de numerosas fiestas populares e indígenas, pues éstas constituyen el punto culminante de la vivificación de las tradiciones y permiten aprehender el fascinante esplendor de los poblados mexiquenses.
Por tanto, la simple evocación de esta suma de circunstancias pone de manifiesto la riqueza de las fotografías, gracias a la cual vale la pena concentrarse en su contemplación:
La curandera
En el cuartito de adobe moreno, la luz se filtra por las rendijas del tejado. Con sus reflejos, aparece una mesa ennegrecida por la edad, que contiene a duras penas cazuelas, cucharas y otros utensilios. Debajo de ella, varias botellas de refresco vacías y desmayadas buscan abrigo; a su costado, un comal y algunas ollas de peltre guardan reposo. De pie, una mujer vestida según la tradición –blusa con adornos amarillos y falda con grecas en el ruedo– atisba con benevolencia el desorden de su cocina, el corazón de su vida social y afectiva. No obstante, unas fotos más allá, la misma figura femenina, una curandera sentada en actitud satisfecha, se apropia de su lugar de trabajo: una pared blanca y lisa como la eternidad se quiebra en un sembradío de santos y tenues veladoras. Así, la mujer permite que la mirada ajena penetre en los lugares a los que concede mayor importancia: la cocina, donde a diario amasa el maíz de la tierra; la habitación blanca, donde, con su auxilio, dialogan los hombres y los dioses.
La diosa
Una primera mirada, aún distraída, sólo advierte lo sinuoso del paisaje: bajo un cielo impasible, la tierra se desgaja hasta volverse cuenco donde habita un claro de agua. Arrodillada entre las piedras, una anciana indígena se inclina –combada, quizá, bajo el peso de los años– y exprime una confusa prenda de vestir. Sin embargo, una segunda mirada, ya reflexiva, descubre que su identidad sobrepasa su perfecta fusión con la naturaleza, los singulares rasgos de su indumentaria y la humildad de su tarea: en el agua, su tembloroso reflejo perfila una hermosa deidad guerrera que, con la alta cabeza coronada de plumas, extiende los brazos hacia el abismo.
El futuro
Al calor de un mediodía de azul relumbrante, un grupo de niños indígenas de edad indefinible –conservan las mejillas encendidas y las sonrisas inocentes, mas poseen un destello maduro en la mirada–, vestidos con una curiosa mezcla de prendas urbanas y atavíos indígenas, se abrazan en las cercanías de la escuela local. Impulsados por sus profesores, quienes procuran comprender su mutable identidad, siguen a diario una enseñanza trilingüe: con la esperanza de acallar el mutismo que podría desprenderlos de sus raíces, aprenden tlahuica; con la inexorable consciencia de habitar un país signado por el mestizaje, estudian español; con la desconsoladora certeza de convertirse, tarde o temprano, en inmigrantes, aprenden inglés. De este modo, desde su juventud, estos pequeños conforman una generación distinta, aunque, como sugieren otras fotografías, la apertura cultural les viene por herencia.
En efecto, la observación atenta de esta suma fotográfica arroja una conclusión sorprendente: pese a la aparente parálisis de sus costumbres, tras cerca de 500 años de frecuente contacto con diversas cosmovisiones, las comunidades indígenas han conseguido adaptarse con éxito a toda coyuntura y, en consecuencia, han evitado su disolución. De esta manera, marchan a un ritmo similar al del resto del mundo e, incluso, enfrentan conflictos semejantes; por tanto, no pueden resultarnos tan distantes.
Y, por otra parte, mientras la sucesiva aprehensión de estos breves momentos estrecha a la eternidad entera, cada una de estas fotografías desvela un poco de nosotros. Un árbol de la vida, una figurilla de barro con el rostro de la muerte, una serie de esculturas provenientes del sur del Estado y numerosos paisajes oscilantes entre el colorido de la naturaleza y el caos de la urbanización, traspasan sus gráficas fronteras y discurren sobre la inevitable fugacidad que nos conforma; es decir, sobre las cosas que no percibimos hasta que, de pronto, nos topamos con ellas en la entrada del Museo, dispuestas a contarnos la historia.
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