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24 de agosto de 2007

El encanto de Minerva

por Margarita Hernández Martínez

Había una vez un planeta en el cual el tiempo manaba sin tregua: la lluvia caía a plomo sobre quien fuera; el viento se precipitaba, impío, sobre las piedras; el sol partía la tierra con sus rayos inclementes; el polvo volaba, adhiriéndose a los edificios, las personas y los muebles. Y no sólo los elementos naturales causaban estragos: las arañas forjaban sus nidos en cada rincón y las termitas celebraban banquetes en la madera. Por estas razones, el planeta era un perfecto representante de su nombre: la Tierra.

En este mundo, preservar cualquier cosa exigía muchísimo trabajo, pues todo tendía a desmoronarse y desaparecer: los árboles, los papeles, las paredes y hasta los seres humanos. Nada se salvaba del transcurso de los años. Sin embargo, las personas, poseedoras de una cultura –que, casi siempre, se encarna y simboliza en objetos–, comprendieron la importancia de salvaguardar las señales de su paso por la Tierra; por ello, consagraron múltiples esfuerzos a fabricar sutiles conjuros y pociones –fórmulas químicas exactas, de cuidadoso manejo; herramientas especiales y poderosos microscopios– con la finalidad de impedir la constante destrucción. De este modo nació la alquimia –encanto entre magia y ciencia– de la conservación y la restauración; con ella, la esperanza de prolongar la vida de los objetos artísticos y culturales.

Así las cosas, en el patio de la Escuela Normal de Toluca –a fin de cuentas, un breve reducto de la Tierra–, nació, alrededor de 1915, de padres desconocidos, Minerva, una diosa de piedra adosada a la escalera principal del edificio. Deidad de la inteligencia, de la sabiduría y de las artes, engalanada con ojos profundos que miran discretamente a quien la observa; nariz fina, de aletas delicadas; labios entreabiertos, a punto de articular una palabra; cabello recogido, mas revuelto por el viento; rodeada de nubes y figuras infantiles, vislumbraba el incesante paso de los jóvenes estudiantes y, expuesta al fragor de la intemperie, envejecía. En efecto, pese a su belleza, se hallaba condenada a seguir el destino de los habitantes de la Tierra: cual doncella menesterosa, sólo un milagro –unos toques de varita mágica– podría salvarla de la disipación.

Semejante prodigio tardó en llegar. Tras numerosos encuentros con restauradores no profesionales –es decir, con magos inexpertos–, quienes, con las mejores intenciones, la cubrieron de resinas, pintura y cemento –que, por desgracia, ocultaban tanto sus auténticos encantos como sus heridas y fracturas– y reforzaron su frágil estructura con alcayatas, clavos y tornillos –los cuales tampoco sobrevivieron al influjo del calor y la lluvia, ya que comenzaron a oxidarse y dejar un rastro rojizo en sus vestiduras–, un buen día, por fin, Minerva recibió la visita de un hada madrina: la Unidad de Conservación y Restauración del Instituto Mexiquense de Cultura. Ésta se encontraba decidida a recobrar las maravillas de su piel de piedra, reseca y arrugada, pues veía en ella una muestra invaluable e insustituible del genio artístico humano.

Para alcanzar su meta, la UCR debió ser cuidadosa y paciente, puesto que las labores de recuperación requieren actuar con toda cautela, sobre todo en las condiciones de Minerva; de lo contrario, corren el riesgo de dañar irremediablemente los objetos. Tomando en cuenta estas precauciones, comenzó revisando con atención la estructura de la diosa. La UCR descubrió, con gran sorpresa, que varias secciones de su relieve se hallaban casi suspendidas en el aire, pues presentaban una separación de unos quince centímetros del muro sin aplanar, lo cual podía provocar su colapso. Para evitar tamaño infortunio, recurrió a sus primeros pases mágicos y emprendió un trabajo de consolidación, consistente en desmontar los antiguos materiales de relleno –que diseminaban humedad y disolvían la piedra original– y sustituirlos por una mezcla ligera de cal apagada y arena con tepojal. Además, retiró los fragmentos desprendidos –entre ellos, el torso de la diosa–, corrigió el desfase entre éstos y el resto de la escultura y, valiéndose de grapas de acero inoxidable, reparó las fracturas. Por último, resanó las cicatrices y restableció la tersura de la piel y los vestidos de Minerva; asimismo, su cuerpo volvió a quedar unido.

Paralelamente, la UCR vertió pócimas químicas sobre la pintura, el yeso y el cemento; así, poco a poco, con ayuda de instrumentos mecánicos, develó la auténtica –e insospechada– hermosura de los rasgos y colores de Minerva. Al final, después de tres largos meses de ardua labor, consiguió devolverla, ligera y fija, al reposo de su muro, detenida en un instante entre el presente y el futuro, entre la tierra y el cielo, entre la inspiración de la sabiduría y el deslumbramiento del arte. Oscilante entre diosa y princesa, la dejó dispuesta a conquistar los ojos de innumerables príncipes azules. Gracias a su esfuerzo, hoy podemos contemplarla y, por un momento, imaginarnos una conversación o un baile con ella, enamorarnos de su figura rejuvenecida y de las ideas que representa: la fecundidad del pensamiento humano, nuestra capacidad de alcanzar, provistos de su impulso, a los dioses.

Mientras tanto, el hada madrina, orgullosa, resplandece con una amplia sonrisa de satisfacción; y es que, a pesar de su larga experiencia renovando los atavíos de las diosas y princesas, aprendió, a lo largo del proceso, nuevos hechizos. También, por otra parte, recomendó nuevos cuidados: proteger a Minerva tras un panel de cristal, para defenderla de los tristes estragos de la Tierra y prolongar la magia de su legado.

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