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24 de agosto de 2007

Libros en construcción

por Margarita Hernández Martínez

Afirmar los pies en el suelo de una biblioteca provoca, la mayoría de las veces, una sensación de maravilla, vértigo e impotencia: la fuerza invariable del silencio, la neutralidad de la luz y la alineación simétrica de las estanterías colmadas despiertan una emoción oscilante entre la pequeñez del ser humano y la inmensidad del universo y sus historias, pues cada volumen representa un mundo interminable, en el cual las páginas despliegan múltiples posibilidades de imaginación; además, desencadena el riesgo de zambullirse en un océano de letras, dado que un libro lleva a otro y, éste, a su vez, a uno más. Por estas razones, la biblioteca es un recinto que requiere audacia y valentía, además de la convicción de que resulta peor conformarse con el desierto de la ignorancia: los libros constituyen nuestros asideros al mundo; es decir, la posibilidad de palpar, leer, aprehender e integrarnos con el cosmos, incluso mediante la crítica y la transgresión.

Desde esta perspectiva, la Biblioteca Pública Central Estatal, ubicada en el Centro Cultural Mexiquense, es una de las más interesantes del Estado de México, dada su cuidadosa planeación y la abundancia y diversidad de su acervo. Pese a la serenidad que transmite, la precede una historia laberíntica, llena de proyectos y azares; sin embargo, su punto de partida resulta bastante preciso, pues responde a la inquebrantable tradición colonial: en 1534, Nueva España abrigó la primera biblioteca americana; poco después, en 1539, se convirtió en el primer reino provisto de imprenta; asimismo, en 1553, albergó en su territorio a la Real y Pontificia Universidad de México.

Este espíritu pionero, aunado a la avidez por el saber, se extendió hasta los primeros años de vida independiente; de este modo, el antecedente de la Biblioteca Central emergió en Tlalpan, la antigua capital del Estado de México, el 22 de mayo de 1827. Sus primeros volúmenes debieron superar varios obstáculos: debido a la exigua oferta editorial, un grupo de jóvenes políticos se encargó de adquirir, en Europa, algunos libros. De acuerdo con su óptica revolucionaria, hicieron traer las obras fundamentales de Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot y Voltaire, grandes exponentes de la Ilustración francesa; no obstante, los censores las juzgaron escandalosas, así que las retuvieron en la embajada veracruzana. Este escollo iniciático representó apenas el principio de otros más: en 1830, como resultado de los cambios administrativos del Estado, la naciente biblioteca se trasladó a Toluca, la nueva capital. En un principio, arribó al Tribunal Superior de Justicia; empero, en 1834, fue enviada al Instituto Científico y Literario, donde sólo gozó de dos años de reposo, ya que, a causa del régimen centralista, fue remitida a Palacio Nacional. Trece años más tarde, gracias a la reinstauración del federalismo, la biblioteca, levemente modificada, retornó al ICLA, donde quedó al cuidado de dos grandes amantes de los libros: Joaquín M. de Alcalde e Ignacio Manuel Altamirano.

Una década después, el acervo sufrió una metamorfosis significativa: con el advenimiento de las Leyes de Reforma, se transformó en resguardo de las ricas colecciones privadas (constituidas, sobre todo, por documentos teológicos) de los conventos del Carmen, San Francisco, la Merced, San Juan Bautista, San Miguel y Santo Desierto, entre otros. Estos volúmenes, escritos en latín, forrados de cuero y caracterizados por la presencia de sellos lacrados y marcas de fuego, además de su antigüedad y su excelente estado de conservación, conforman gran parte del Fondo Reservado de la Biblioteca Central. Sus señas de identidad resultan tan apasionantes que merecen mayor atención, pues sus páginas refugiaron, durante siglos, miradas, desvelos y visiones de mundo; aún más: todavía tienen la capacidad de hacerlo.

Mas, retornando a nuestra historia, en 1889, la biblioteca contenía ya 10 000 volúmenes; de este modo, la necesidad de mayores espacios impulsó la adquisición del Teatro “Manuel Eduardo Gorostiza”, el cual fue completamente remodelado. Empero, la Revolución minó, durante dos décadas, la actividad cultural; así, ésta quedó condenada a la inercia, hasta que, en 1922, con la meta de establecer una biblioteca popular, José Vasconcelos envió al Teatro una remesa de libros, entre los que se contaban obras de Sófocles, Platón, Dante, Miguel de Cervantes, Carlos Pellicer y Alfonso Reyes; no obstante, debido a la escasa afluencia de lectores, el intento fracasó. Ello no desalentó el esfuerzo por poner en marcha la biblioteca: así, en 1929, se inició la clasificación del acervo y, en 1969, tras una breve estancia en la Universidad Autónoma del Estado de México, su mudanza a la Casa de Cultura, un amplio edificio en el cual se desarrollarían actividades de lectura y recreación. Sin embargo, por diversas circunstancias, el Poder Legislativo fracturó la unidad original de este espacio y se asentó en él durante varias décadas, hasta que, el 27 de abril de 1987, se inauguró, junto con el Instituto Mexiquense de Cultura y el resto del Centro Cultural Mexiquense, la Biblioteca Pública Central Estatal.

Emplazada en la afueras de Toluca, engalanada con áreas verdes y vistas del Xinantécatl, reúne un conjunto de 19 118 libros (muchos de éstos incluidos en el mencionado Fondo Reservado). Sus instalaciones abrazan una hemeroteca, una mapoteca, una videoteca, una ludoteca, un área infantil, además de los servicios de fotocopiado, Internet, préstamo a domicilio y laboratorio de procesos técnicos. Con estas herramientas, los mexiquenses tienen la oportunidad de sumergirse, a través de la lectura, en la reflexión y la imaginación, en sus pasiones, curiosidades e investigaciones y, así, recobrar la capacidad de sorprenderse.

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