por Margarita Hernández Martínez
Debido a nuestra inevitable inmersión en las rápidas transformaciones de la cotidianidad, los seres humanos nos afincamos, poco a poco y sin desearlo, en un espacio aséptico e indeterminado que nos hemos dado en denominar –de un modo contradictorio e irreflexivo– aldea global. Ahí, toda clase de vínculo (social, político, cultural e, incluso, geográfico) se desanuda de sus raíces y emprende múltiples divagaciones en torno a su sentido. Dependiendo de su enfoque, estas transiciones pueden acarrear a dos esferas irreconciliables de consecuencias: en primer término, con la condición de preservar conscientemente las bases de la propia identidad y respetar las peculiaridades ajenas, conceden la oportunidad de construir un mundo más rico y tolerante; en segundo, desde una óptica ajena a la fertilidad de todo patrimonio cultural, acrecientan el riesgo de extraviar los matices que nos distinguen y amenazan con arrojarnos al más completo desarraigo.
Este panorama nos obliga a interrogarnos acerca de los componentes de nuestra identidad cultural: el lenguaje, la historia, las tradiciones, la vida de la comunidad y ciertas muestras del arte popular, por ejemplo. En todos ellos resulta innegable la impronta del tiempo. Éste, sin embargo, se encuentra regido por la rutina, la cual lo transforma en un ciclo incesante, del que únicamente rescatamos señales frágiles y estremecidas, destinadas a la finitud; de esta manera, es difícil sustraerse del efecto de los años y el ostracismo.
Estas vicisitudes contribuyen a destacar la relevancia de los archivos históricos, cuya misión principal radica en evitar que estas señas temblorosas –como hojarasca agitándose en tolvaneras: lenta conversión en polvo– pierdan su función primordial: sustentar los rasgos fundacionales de la sociedad desde la cual emergieron y permitir que, con el paso de las décadas, nos asombren con la luz de lo que hemos sido y la sugerencia de lo que podemos ser. Por estas razones, es imprescindible revalorar el trabajo realizado en el Archivo Histórico del Estado de México –cuyo precedente directo, el Despacho de la Real Audiencia de México y las Alcaldías Mayores, fue instaurado en el siglo XVI–, inaugurado en abril de 1987. Desde entonces, destina sus esfuerzos a conservar la memoria de los pobladores de dicha entidad mediante la protección, organización y difusión de su acervo documental.
Éste, contrariamente al imaginario colectivo, no se limita a un ceniciento repertorio de papeles antiguos, sino que despliega una gran variedad de elementos. Posee, en primer lugar, una mapoteca, la cual alberga, en numerosos corredores formados por blancos anaqueles, alrededor de 200 100 planos, cartas, mapas y proyectos, de los cuales 6 788 se encuentran disponibles para su consulta. La mayoría de estos materiales provienen de un periodo histórico muy amplio, que abarca desde 1750 hasta 1990, y engloban distintos aspectos físicos, climáticos e hidrológicos.
Una vez situados en las diferentes riquezas del territorio mexiquense, resulta más sencillo acercarse a la fototeca, una pequeña habitación con un crujiente suelo de madera en el cual discurre –pues, en efecto, una imagen dice más que mil palabras y, en este caso, su abundancia evoca cada vocablo del universo– una colección compuesta por más de 9 600 diapositivas, fotografías y negativos, que consignan infinidad de acontecimientos sociales, políticos, culturales y deportivos relacionados con la historia del Estado de México, ocurridos entre 1900 y 1985; igualmente, exhiben un conjunto de paisajes que permite vislumbrar las sorprendentes metamorfosis del horizonte que –si acaso– observamos a diario.
Tras atender a la elocuencia de las imágenes, es necesario adentrarnos en la biblioteca, la cual abriga 13 000 volúmenes, entre crónicas, gacetas, folletos, informes de gobierno y publicaciones periódicas enfocadas a la historia –latinoamericana, mexicana y mexiquense– y las ciencias sociales; además, acoge algunas joyas que, a simple vista –pese a que su tipografía resulta inteligible a nuestros ojos, ya acostumbrados a la sobriedad en la escritura–, despiertan el valor del pasado, como la merced de sitio concedida a Sebastián de Cuellar, vecino de Ixtlahuaca, y firmada, en 1542, por el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza; el libro de acuerdos de la Sala del Crimen de la Real Audiencia, fechado en marzo de 1783; las actas correspondientes al Congreso Constituyente de 1826-1829; diversos decretos dictados en el Estado de México entre 1824 y 1911, y, por último, algunos datos estadísticos obtenidos en el periodo transcurrido entre 1897 y 1911.
Para concluir, el acervo expedientable, ubicado en una silenciosa galería, reúne los veinte millones de documentos generados por la administración estatal entre 1542 y 1991. Éstos se hallan organizados en numerosos fondos documentales, como gobernación, obras públicas, educación y hacienda; y varias colecciones, entre las que se cuentan Nueva España, Imperio Mexicano, Revolución Mexicana y pueblos del Estado de México. Por otro lado, rozando la orilla de lo inclasificable (puesto que la historia no es sinónimo de aburrimiento), el Archivo resguarda una compilación de pasquines, dibujos mordaces que anteceden las caricaturas que hoy leemos en el periódico.
Tras este recorrido, debemos admitir que, si bien es un cliché hablar de la importancia de apegarnos a nuestra identidad y raíces, se trata de una necesidad real. Nuestra estancia en el mundo se convierte en una experiencia gozosa y enriquecedora, auténticamente humana, sólo cuando somos capaces de conocer a profundidad nuestro pasado y, a través de ello, asirnos al presente.
Debido a nuestra inevitable inmersión en las rápidas transformaciones de la cotidianidad, los seres humanos nos afincamos, poco a poco y sin desearlo, en un espacio aséptico e indeterminado que nos hemos dado en denominar –de un modo contradictorio e irreflexivo– aldea global. Ahí, toda clase de vínculo (social, político, cultural e, incluso, geográfico) se desanuda de sus raíces y emprende múltiples divagaciones en torno a su sentido. Dependiendo de su enfoque, estas transiciones pueden acarrear a dos esferas irreconciliables de consecuencias: en primer término, con la condición de preservar conscientemente las bases de la propia identidad y respetar las peculiaridades ajenas, conceden la oportunidad de construir un mundo más rico y tolerante; en segundo, desde una óptica ajena a la fertilidad de todo patrimonio cultural, acrecientan el riesgo de extraviar los matices que nos distinguen y amenazan con arrojarnos al más completo desarraigo.
Este panorama nos obliga a interrogarnos acerca de los componentes de nuestra identidad cultural: el lenguaje, la historia, las tradiciones, la vida de la comunidad y ciertas muestras del arte popular, por ejemplo. En todos ellos resulta innegable la impronta del tiempo. Éste, sin embargo, se encuentra regido por la rutina, la cual lo transforma en un ciclo incesante, del que únicamente rescatamos señales frágiles y estremecidas, destinadas a la finitud; de esta manera, es difícil sustraerse del efecto de los años y el ostracismo.
Estas vicisitudes contribuyen a destacar la relevancia de los archivos históricos, cuya misión principal radica en evitar que estas señas temblorosas –como hojarasca agitándose en tolvaneras: lenta conversión en polvo– pierdan su función primordial: sustentar los rasgos fundacionales de la sociedad desde la cual emergieron y permitir que, con el paso de las décadas, nos asombren con la luz de lo que hemos sido y la sugerencia de lo que podemos ser. Por estas razones, es imprescindible revalorar el trabajo realizado en el Archivo Histórico del Estado de México –cuyo precedente directo, el Despacho de la Real Audiencia de México y las Alcaldías Mayores, fue instaurado en el siglo XVI–, inaugurado en abril de 1987. Desde entonces, destina sus esfuerzos a conservar la memoria de los pobladores de dicha entidad mediante la protección, organización y difusión de su acervo documental.
Éste, contrariamente al imaginario colectivo, no se limita a un ceniciento repertorio de papeles antiguos, sino que despliega una gran variedad de elementos. Posee, en primer lugar, una mapoteca, la cual alberga, en numerosos corredores formados por blancos anaqueles, alrededor de 200 100 planos, cartas, mapas y proyectos, de los cuales 6 788 se encuentran disponibles para su consulta. La mayoría de estos materiales provienen de un periodo histórico muy amplio, que abarca desde 1750 hasta 1990, y engloban distintos aspectos físicos, climáticos e hidrológicos.
Una vez situados en las diferentes riquezas del territorio mexiquense, resulta más sencillo acercarse a la fototeca, una pequeña habitación con un crujiente suelo de madera en el cual discurre –pues, en efecto, una imagen dice más que mil palabras y, en este caso, su abundancia evoca cada vocablo del universo– una colección compuesta por más de 9 600 diapositivas, fotografías y negativos, que consignan infinidad de acontecimientos sociales, políticos, culturales y deportivos relacionados con la historia del Estado de México, ocurridos entre 1900 y 1985; igualmente, exhiben un conjunto de paisajes que permite vislumbrar las sorprendentes metamorfosis del horizonte que –si acaso– observamos a diario.
Tras atender a la elocuencia de las imágenes, es necesario adentrarnos en la biblioteca, la cual abriga 13 000 volúmenes, entre crónicas, gacetas, folletos, informes de gobierno y publicaciones periódicas enfocadas a la historia –latinoamericana, mexicana y mexiquense– y las ciencias sociales; además, acoge algunas joyas que, a simple vista –pese a que su tipografía resulta inteligible a nuestros ojos, ya acostumbrados a la sobriedad en la escritura–, despiertan el valor del pasado, como la merced de sitio concedida a Sebastián de Cuellar, vecino de Ixtlahuaca, y firmada, en 1542, por el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza; el libro de acuerdos de la Sala del Crimen de la Real Audiencia, fechado en marzo de 1783; las actas correspondientes al Congreso Constituyente de 1826-1829; diversos decretos dictados en el Estado de México entre 1824 y 1911, y, por último, algunos datos estadísticos obtenidos en el periodo transcurrido entre 1897 y 1911.
Para concluir, el acervo expedientable, ubicado en una silenciosa galería, reúne los veinte millones de documentos generados por la administración estatal entre 1542 y 1991. Éstos se hallan organizados en numerosos fondos documentales, como gobernación, obras públicas, educación y hacienda; y varias colecciones, entre las que se cuentan Nueva España, Imperio Mexicano, Revolución Mexicana y pueblos del Estado de México. Por otro lado, rozando la orilla de lo inclasificable (puesto que la historia no es sinónimo de aburrimiento), el Archivo resguarda una compilación de pasquines, dibujos mordaces que anteceden las caricaturas que hoy leemos en el periódico.
Tras este recorrido, debemos admitir que, si bien es un cliché hablar de la importancia de apegarnos a nuestra identidad y raíces, se trata de una necesidad real. Nuestra estancia en el mundo se convierte en una experiencia gozosa y enriquecedora, auténticamente humana, sólo cuando somos capaces de conocer a profundidad nuestro pasado y, a través de ello, asirnos al presente.
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