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24 de agosto de 2007

La escultura y su intriga


por Margarita Hernández Martínez

Independientemente de los modelos educativos y los programas académicos en los que hayamos sido instruidos, nuestro primer contacto con la historia se afinca en libros gruesos y páginas abstractas, repletas de personajes distantes, fechas inimaginables y alusiones a lugares desconocidos o, en el peor de los casos, desaparecidos. En este marco, resulta difícil creer que la historia no es más que el resultado de la metamorfosis de los actos de la vida cotidiana en la impresión viva de nuestros pasos por la tierra. Desde esta perspectiva, nacer, morir, comer, vestirse y celebrar, entre las múltiples acciones que moldean, de manera paralela, la rutina, las costumbres y la tradición, adquieren un nuevo significado, más trascendente e incluyente, pues no sólo se circunscriben a los sucesos relevantes, sino que engloban la totalidad de nuestra existencia.

Así, es necesario tener en mente este punto de vista en el momento de sumergirse en la contemplación de una pequeña escultura de origen olmeca que, de modo sorprendente, rompe con el conjunto conformado por las 7 000 piezas que componen el acervo del Museo de Antropología e Historia del Estado de México, ubicado en el Centro Cultural Mexiquense. Resguardada tras una vitrina transparente, bañada por los rayos del sol que penetran por la ventana, desprovista de todo adorno o atavío, sentada con las piernas cruzadas y los brazos en actitud serena, su delicada figura despliega sus rasgos característicos –al mismo tiempo, sus filiaciones culturales–: cabeza deforme coronada con un sólo mechón de cabello; boca atigrada, figurada por labios gruesos con las comisuras dirigidas hacia abajo, y ojos rasgados en forma de almendra. Este rostro se asemeja al de otras esculturas olmecas halladas en distintas zonas de la República Mexicana –en Puebla, por ejemplo–, empero, luce más benévolo y delicado, lo cual intensifica su naturaleza irrepetible; no obstante, también obstaculiza la clarificación de su identidad y sus funciones: nadie sabe con exactitud si se trata de la representación de un dios, un gobernante o un ciudadano común; aún más, podría tratarse de un juguete o un utensilio ceremonial u ornamental.

Pese a ello, en el terreno de las certezas, la existencia de esta escultura, hallada en Lomas Altas, en el centro del Valle de Toluca, atestigua que, entre 1200 y 800 antes de Cristo, por razones aún desconocidas, las artesanías elaboradas por las comunidades instaladas a lo largo de territorios tan variados como Guatemala, Oaxaca, Veracruz, Morelos y el Valle de México se sometieron a un proceso de unificación, generalmente atribuido a la influencia de la cultura olmeca –por estas razones apellidada, en los libros de historia, cultura madre–. Sin embargo, esta explicación no parece por completo convincente, en especial frente a esculturas como ésta. Ante el impreciso panorama, los antropólogos no cesan de interrogarse a qué se debió esta transformación; asimismo, la pregunta se ramifica en otras: ¿Es posible que, en un mismo instante, tantas civilizaciones diferentes hayan alcanzado idénticas condiciones de madurez? ¿Fueron estos cambios producto de una conquista militar o religiosa? La historia se torna variable y escurridiza, apenas una misteriosa insinuación de la vida en otras épocas.

En estas circunstancias, resulta relevante hablar de la azarosa historia que permitió el segundo descubrimiento y la posterior valoración de esta escultura, pues llegó al Museo por casualidad, debido al curso de un conjunto de actos cotidianos. Para comenzar, durante alguna tarde toluqueña, mientras se encontraban sentados alrededor de una mesa de café, el arquitecto Pedro Macedo platicó, sin mayores consecuencias, con el arqueólogo Víctor Osorio, actual director del Museo de Antropología e Historia, sobre una pieza indescriptible –dado su pésimo estado de conservación– que acababa de arribar a sus manos. La charla quedó en el aire; sin embargo, varios meses después, mientras el antropólogo caminaba apresuradamente por los Portales, se topó con el arquitecto, quien le entregó una bolsa de plástico llena de fragmentos de barro. De esta manera, la escultura recuperó su poder de paralizar el tiempo: Víctor Osorio olvidó sus ocupaciones y se absorbió en la rápida reconstrucción de su figura. El hallazgo fue tan deslumbrante que suplicó a su amigo que la cediera al Museo. Éste, tras muchos titubeos, decidió donarla bajo tres condiciones: en primer término, una restauración completa y cuidadosa; en segundo, su exhibición permanente y, en tercero, la redacción de un artículo especializado. El arqueólogo se ocupó de cumplir con estas especificaciones y, gracias a ello, el día de hoy, todos los visitantes del Museo pueden disfrutar de esta pequeña escultura.

Al final, a través de estas historias paralelas, el pasado y el presente se entrelazan en un solo momento: la apreciación. Detrás de su baluarte cristalino, la escultura acoge cada mirada fija en la sala silenciosa del Museo. Y así, uno no puede evitar formularle las necesarias preguntas existenciales: “¿Quién eres? ¿De dónde vienes?”. La figura no responde, impasible, con su sonrisa enigmática y su mirada inquietante. No obstante, una variación de la luz solar sobre su piel de barro proyecta una sombra oscilante entre la nostalgia y la tristeza. Con seguridad, si uno la observa durante un rato, dejándola entrar en la propia historia cotidiana, su boca milenaria ofrecerá una respuesta.

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