por Margarita Hernández Martínez
Todo acto de lectura –definido como la inmersión consciente y gozosa en un mar de visiones y recreaciones del cosmos que, más allá de la instrucción y el aprendizaje, involucra la expresión de la belleza– implica un trayecto largo e impredecible, rebosante de recodos que impulsan los sentidos de quien lo emprende hacia nuevos derroteros y repleto de ambiguos remansos que, tras consentir unos momentos de reposo y reflexión, desembocan en otras provocaciones. De este modo, la mirada del lector se encuentra condenada a navegar por la inquietud: a no encallar jamás en un puerto seguro.
En un sentido equivalente, los libros, vistos como la azarosa conjunción de papel y tinta que, revelada en los ojos, confiere existencia plena a ese mundo situado entre la imaginación y el descubrimiento, siguen un trayecto semejante: inevitablemente sujetos a las variaciones del destino, se trasladan de un lugar a otro y, por ende, circulan por incalculables pares de manos, hasta recalar en bibliotecas de múltiples tamaños, desde la humilde colección individual, en pugna por adquirir espacio entre el resto de las propiedades personales, hasta las compilaciones más vastas, que requieren el levantamiento de edificios y la gestación de la infraestructura necesaria para su catalogación y consulta. Por estas razones, cada biblioteca alberga un conjunto de historias manifiestas, circunscritas a los libros que resguarda, y un cardumen de historias paralelas, entrelazadas con sus interminables periplos.
Desembocaduras bibliográficas
En la ciudad de Tlalpan, la antigua capital del Estado de México, el 27 de mayo de 1827, zarpó hacia el horizonte de los lectores, entre vaivenes y tempestades, el repertorio bibliográfico que, varias décadas después, condujo a la conformación inicial de la Biblioteca Pública Central Estatal, ubicada en el Centro Cultural Mexiquense.
Inaugurado con las obras revolucionarias de los enciclopedistas franceses Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot y Voltaire –provenientes, asimismo, de una accidentada travesía por el Océano Atlántico–, se enriqueció, durante poco más de ciento cincuenta años de odiseas erráticas y acontecimientos impredecibles, con la constante donación de diversas bibliotecas particulares –entre las que destacan los numerosos ejemplares pertenecientes a Aurelio J. Venegas y Horacio Zúñiga– y los acervos eclesiásticos y conventuales expropiados debido a la rigurosa aplicación de las Leyes de Reforma; además, consiguió sobrevivir, tras algunas temporadas de inacción y letargo, a los oleajes de la Revolución y, así, desembocó exitosamente en el siglo XX.
Sin embargo, en el transcurso de la década de los ochenta, el establecimiento de la Dirección General de Bibliotecas y la fundación del Instituto Mexiquense de Cultura trastocaron su ruta y supusieron un brusco viraje, pues quebrantaron de manera definitiva su configuración inicial: con la propuesta de clasificación del acervo en cuatro colecciones básicas –general, infantil, de consulta y de publicaciones periódicas–, resultó imperativo descartar gran parte de los antiguos volúmenes, puesto que su contenido especializado los arrojaba a los márgenes del material bibliográfico accesible a todos los lectores, independientemente de su formación cultural. En consecuencia, la naciente Biblioteca Pública Central se transformó, de una suma de libros acarreados por las mareas de su propia historia e individualidad, en un recinto escindido en dos amplios sectores, constituidos por las adquisiciones nuevas, sujetas a las reglas y los estatutos establecidos por la Red Nacional de Bibliotecas, y las huellas tangibles de su itinerario por distintas épocas, aferradas al imprevisto bamboleo del agua sabia.
Un estuario de libros
Así, este cúmulo de textos quedó reunido, primero, bajo el nombre de colecciones especiales y, después, bajo la denominación de Fondo Reservado Bibliográfico, pese a que, en estricto sentido, estos términos designan únicamente a las recopilaciones de volúmenes incunables, únicos o defectuosos.
En contraste, éste no es el caso de los heterogéneos materiales procedentes de los conventos del Carmen, de San Francisco, de la Merced, de San Juan Bautista, de San Miguel, del Santo Desierto y de los Padres Pasionistas, si bien sus temas, oscilantes entre el Derecho, la Filosofía, la Hagiografía, la Hermenéutica Bíblica, la Mística, la Patrística y la Teología, se encuentran ligados a una misma rama del conocimiento, de raigambre sacra y humanista. Por otro lado, los ejemplares más longevos del Fondo Reservado comparten un conjunto de rasgos editoriales similares: escritos en diversos registros del latín y del incipiente castellano, sus palabras confluyen en múltiples folios cosidos con fibras naturales y protegidos por firmes tapas de madera forradas de cuero; además, ostentan una multiplicidad de intrigantes sellos lacrados y marcas de agua y de fuego, los cuales conforman un lenguaje destinado a señalar de forma indeleble las identidades y filiaciones de cada tomo. Estas características, aunadas a su excelente estado de conservación, constituyen, más allá de su condición extraordinaria e irrepetible, el sustento de su relevancia histórica.
En un tenor semejante, el Fondo Reservado abriga un aluvión de publicaciones modernas –salidas a la luz entre 1890 y 1970– extintas, agotadas o difíciles de conseguir, las cuales comprenden desde algunas páginas informativas alrededor de variados aspectos sociales, culturales y políticos del Estado de México hasta las colecciones de clásicos de la literatura universal impresos durante la gestión de José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública, sin olvidar las abundantes aportaciones oriundas del otro lado del mar.
De este modo, el Fondo Reservado constituye, tras sus incontables andanzas, un pacífico estuario en el cual convergen lenguas, tiempos y espacios: cosmovisiones y desvelos, tanto de quienes los escriben como de quienes los leen. Y aunque esta actividad exige un esfuerzo que sobrepasa nuestros conocimientos actuales, desapegados ya de la enseñanza clerical, un apasionado paseo por los estantes que abrigan a estos libros les permite recobrar su función de brújula, astrolabio y sextante y, así, volver a acompañarnos en la navegación vital, imprevisible, que significa la existencia humana.
Todo acto de lectura –definido como la inmersión consciente y gozosa en un mar de visiones y recreaciones del cosmos que, más allá de la instrucción y el aprendizaje, involucra la expresión de la belleza– implica un trayecto largo e impredecible, rebosante de recodos que impulsan los sentidos de quien lo emprende hacia nuevos derroteros y repleto de ambiguos remansos que, tras consentir unos momentos de reposo y reflexión, desembocan en otras provocaciones. De este modo, la mirada del lector se encuentra condenada a navegar por la inquietud: a no encallar jamás en un puerto seguro.
En un sentido equivalente, los libros, vistos como la azarosa conjunción de papel y tinta que, revelada en los ojos, confiere existencia plena a ese mundo situado entre la imaginación y el descubrimiento, siguen un trayecto semejante: inevitablemente sujetos a las variaciones del destino, se trasladan de un lugar a otro y, por ende, circulan por incalculables pares de manos, hasta recalar en bibliotecas de múltiples tamaños, desde la humilde colección individual, en pugna por adquirir espacio entre el resto de las propiedades personales, hasta las compilaciones más vastas, que requieren el levantamiento de edificios y la gestación de la infraestructura necesaria para su catalogación y consulta. Por estas razones, cada biblioteca alberga un conjunto de historias manifiestas, circunscritas a los libros que resguarda, y un cardumen de historias paralelas, entrelazadas con sus interminables periplos.
Desembocaduras bibliográficas
En la ciudad de Tlalpan, la antigua capital del Estado de México, el 27 de mayo de 1827, zarpó hacia el horizonte de los lectores, entre vaivenes y tempestades, el repertorio bibliográfico que, varias décadas después, condujo a la conformación inicial de la Biblioteca Pública Central Estatal, ubicada en el Centro Cultural Mexiquense.
Inaugurado con las obras revolucionarias de los enciclopedistas franceses Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot y Voltaire –provenientes, asimismo, de una accidentada travesía por el Océano Atlántico–, se enriqueció, durante poco más de ciento cincuenta años de odiseas erráticas y acontecimientos impredecibles, con la constante donación de diversas bibliotecas particulares –entre las que destacan los numerosos ejemplares pertenecientes a Aurelio J. Venegas y Horacio Zúñiga– y los acervos eclesiásticos y conventuales expropiados debido a la rigurosa aplicación de las Leyes de Reforma; además, consiguió sobrevivir, tras algunas temporadas de inacción y letargo, a los oleajes de la Revolución y, así, desembocó exitosamente en el siglo XX.
Sin embargo, en el transcurso de la década de los ochenta, el establecimiento de la Dirección General de Bibliotecas y la fundación del Instituto Mexiquense de Cultura trastocaron su ruta y supusieron un brusco viraje, pues quebrantaron de manera definitiva su configuración inicial: con la propuesta de clasificación del acervo en cuatro colecciones básicas –general, infantil, de consulta y de publicaciones periódicas–, resultó imperativo descartar gran parte de los antiguos volúmenes, puesto que su contenido especializado los arrojaba a los márgenes del material bibliográfico accesible a todos los lectores, independientemente de su formación cultural. En consecuencia, la naciente Biblioteca Pública Central se transformó, de una suma de libros acarreados por las mareas de su propia historia e individualidad, en un recinto escindido en dos amplios sectores, constituidos por las adquisiciones nuevas, sujetas a las reglas y los estatutos establecidos por la Red Nacional de Bibliotecas, y las huellas tangibles de su itinerario por distintas épocas, aferradas al imprevisto bamboleo del agua sabia.
Un estuario de libros
Así, este cúmulo de textos quedó reunido, primero, bajo el nombre de colecciones especiales y, después, bajo la denominación de Fondo Reservado Bibliográfico, pese a que, en estricto sentido, estos términos designan únicamente a las recopilaciones de volúmenes incunables, únicos o defectuosos.
En contraste, éste no es el caso de los heterogéneos materiales procedentes de los conventos del Carmen, de San Francisco, de la Merced, de San Juan Bautista, de San Miguel, del Santo Desierto y de los Padres Pasionistas, si bien sus temas, oscilantes entre el Derecho, la Filosofía, la Hagiografía, la Hermenéutica Bíblica, la Mística, la Patrística y la Teología, se encuentran ligados a una misma rama del conocimiento, de raigambre sacra y humanista. Por otro lado, los ejemplares más longevos del Fondo Reservado comparten un conjunto de rasgos editoriales similares: escritos en diversos registros del latín y del incipiente castellano, sus palabras confluyen en múltiples folios cosidos con fibras naturales y protegidos por firmes tapas de madera forradas de cuero; además, ostentan una multiplicidad de intrigantes sellos lacrados y marcas de agua y de fuego, los cuales conforman un lenguaje destinado a señalar de forma indeleble las identidades y filiaciones de cada tomo. Estas características, aunadas a su excelente estado de conservación, constituyen, más allá de su condición extraordinaria e irrepetible, el sustento de su relevancia histórica.
En un tenor semejante, el Fondo Reservado abriga un aluvión de publicaciones modernas –salidas a la luz entre 1890 y 1970– extintas, agotadas o difíciles de conseguir, las cuales comprenden desde algunas páginas informativas alrededor de variados aspectos sociales, culturales y políticos del Estado de México hasta las colecciones de clásicos de la literatura universal impresos durante la gestión de José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública, sin olvidar las abundantes aportaciones oriundas del otro lado del mar.
De este modo, el Fondo Reservado constituye, tras sus incontables andanzas, un pacífico estuario en el cual convergen lenguas, tiempos y espacios: cosmovisiones y desvelos, tanto de quienes los escriben como de quienes los leen. Y aunque esta actividad exige un esfuerzo que sobrepasa nuestros conocimientos actuales, desapegados ya de la enseñanza clerical, un apasionado paseo por los estantes que abrigan a estos libros les permite recobrar su función de brújula, astrolabio y sextante y, así, volver a acompañarnos en la navegación vital, imprevisible, que significa la existencia humana.
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