RSS

14 de agosto de 2007

Desde la intolerancia


Por Ilsa Hoffman

Frecuentemente decimos que en Toluca no pasa nada; sin embargo, algo ocurre en la consciencia pública. Hace unos días, mientras esperaba el autobús, me abordó una muchacha. Como muchas, llevaba un folleto para repartir. El tema, no obstante, me resultó alarmante y enojoso a un tiempo. Se trataba de una fuerte diatriba contra la homosexualidad, en la cual se la tacha de “criterio enfermo”, “peste”, “asunto de salud pública”, “asunto de psiquiatría”, “epidemia”, “falla de la naturaleza” y “plaga”. Con el cuestionable pretexto de defender la “convivencia normal entre el hombre y la mujer”, el tríptico se las arregla para, en unas cuantas líneas, juzgar una condición de la cual, al parecer, no se encuentran preparados para opinar.

No resulta necesario ser homosexual para darse cuenta del problema central de este folleto: la ignorancia. En primer término, la homosexualidad no constituye en modo alguno una enfermedad, ni psíquica ni física; mucho menos una preferencia contagiosa. Cualquier persona con tres dedos de frente sabe que la homosexualidad, como el gusto por la literatura, el helado de chocolate o las tardes lluviosas, no se hereda ni se escoge: se experimenta. Aunque me sustraigo de este grupo de personas, estoy segura de que viven su sexualidad –cuando logran liberarla, no sin penurias, de atavismos como los expuestos en el tríptico de marras– con la misma espontaneidad de cualquier heterosexual.

A pesar de todo, los autores de este folleto ofrecen varias razones, fácilmente discutibles, para repudiarla. Dos de ellas resultan lugares comunes que podemos refutar en breves líneas. En primer término, tenemos el postulado de la sabia naturaleza, en la cual no ocurren tales abominaciones. Escudarse en ella, ciega e incombatible, resulta un error: desde Muy interesante hasta un puñado de estudios asequibles por Internet señalan la existencia de la homosexualidad en otras especies animales. Esto indica que, por más instintivos que parezcan, los organismos vivos no siempre se encuentran sujetos a la urgencia reproductiva. Las razones de esta conducta, empero, permanecen inescrutables. De cualquier manera, este pretexto se erige, para los autores del tríptico, como una manifestación de ignorancia y, para quienes se detienen a reflexionar, una aceptación de la complejidad de esta forma de vivir la sexualidad.

En segundo término, las consecuencias sociales de la práctica homosexual aparecen exageradas y deformadas. Vista como una enfermedad “que carcome” sin remedio, desaprobada por todas las religiones, excluida de la ley; lo suficientemente mañosa como para buscar su legitimación social de manera falsa y arbitraria, resulta, para aquéllos, una condición exclusiva de viciosos y marginados. Por ello, al final del folleto, se llama a los legisladores a rechazar cualquier tipo ley destinada a mejorar las condiciones de vida de los homosexuales. Esto último resulta sumamente contradictorio, especialmente viniendo de conciencias morales, educadas con la idea de respetar y hacer el bien al prójimo. ¿Cómo negar a los homosexuales el reconocimiento de su naturaleza humana? En tanto hombres y mujeres, padecen las mismas dificultades que cualquiera y gozan las mismas maravillas que cualquier hijo de vecino: tienen los mismos derechos.

A pesar de estas perspectivas, ya de por sí rígidas, lo más grave reside en el tajante encasillamiento de lo normal. ¿Qué es eso? ¿Cómo se entiende? Lo normal, se supone –según la Real Academia Española, la cual también podemos cuestionar– es “lo que se encuentra en su naturaleza”, “lo que sirve de norma o regla”. Estas definiciones nos dejan en las nubes. Utilizar la palabra normal para definir las preferencias sentimentales o sexuales resulta reduccionista, artificial y, en cierto modo, empobrecedor. La riqueza de las relaciones humanas no se rige por paradigmas. Ciertamente, puede acogerse, según las creencias de cada pareja –o grupo de gente: no neguemos la existencia del menage à trois o los swingers–, bajo diferentes estatutos institucionales, como el matrimonio; no obstante, los detalles reservados al terreno privado hacen que cualquier vínculo parezca fuera de lo común.

En el fondo, haberme topado con este folleto en la calle –como seguramente le ha ocurrido a muchas otras personas, tal vez a usted mismo, don lector– es una muestra de dos cosas: la primera, la ignorancia que cunde en todos los estratos sociales, aún los más educados y pomposos, capaces de pronunciarse todavía, de este modo arcaico y maniqueísta, en contra de las tendencias homosexuales; la segunda, la monolítica cerrazón derivada de tal ignorancia. Una sociedad en la cual se escriben estos panfletos está enferma, efectivamente, mas no de homosexualidad, sino de miseria cultural. Quien ignora encuentra más fácil tachar a los demás que procurar comprenderlos; utilizar un discurso hiriente y arrevesado, lleno de argumentos débiles, en lugar de fomentar una discusión abierta, obediente a la lógica y el conocimiento. Lo único realmente reprobable, en lo que al ejercicio de la sexualidad se refiere, reside en la violencia contra el otro. Cualquier práctica sexual celebrada –nunca mejor dicho– de común acuerdo, independientemente de su apego a los cánones, en un marco privado, merece ser respetada y permanecer fuera de las injerencias ajenas.



* Texto originalmente aparecido en la plana cultural correspondiente al mes de abril.

** La imagen que ilustra este artículo se llama Blue Tour, pertenece a David Glen Smith y puede adquirirse aquí.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nunca me he topado con gente que entregue ese tipo de panfletos, afortunadamente.
En un diálogo abierto al conocimiento no tendrían la más mínima oportunidad.

La imagen con la que ilustran el texto me resulta parecida a la portada de un sencillo de The Smiths:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/en/0/07/Handin.gif